Olaya Suárez
Viernes, 29 de enero 2016, 04:07
Habló de inquina, de manos negras, de aspiraciones políticas frustradas y de persecuciones personales. Habló de miedo a que Triana acabase suicidándose como hiciesen los hijos de dos compañeros suyos, de los que dio incluso nombres y apellidos, pese a haber transcurrido 18 años -entonces eran menores de edad- y pese a que nadie le pidió detalle alguno. Habló de que su hija había «caído en picado», de la «depresión profunda» que sufría y de que ella y su mujer le hacían «escaso caso». Pero sobre todo, el inspector jefe de la Policía Judicial de Gijón Pablo Martínez habló para desacreditar a sus compañeros que llevaron a cabo la investigación que concluyó con su esposa y su única hija detenidas por asesinar a Isabel Carrasco, la que fuera presidenta de la Diputación de León, y por lo que el fiscal solicita una condena individual de 23 años de prisión.
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«Es una práctica habitual de perros viejos de los grupos de Homicidios presionar y hacer declaraciones completamente guiadas. Y ellas entraron al trapo como miuras, firmando lo que les pusieron delante, aunque no fuese lo que querían declarar», aseguró, poniendo en entredicho los procedimientos que el Cuerpo Nacional de Policía utiliza con los detenidos. Y pocos minutos después de remarcar que su hija Triana tenía una muy cualificada formación profesional y personal como para «conseguir trabajo en cualquier parte del mundo». Los policías de Burgos que le arrancaron la confesión, sin embargo, según la versión de su padre, «las engañaron como a los chinos, las enredaron».
«A mi mujer y a mi hija las tangaron; lo que hicieron con ellas es de manual», añadió, sin hacer gala de ningún tipo de corporativismo más allá del que siente por su propia familia, a la que defendió férreamente, utilizando el mismo guión que Montserrat y Triana siguieron en sus respectivos testimonios ante el juez la semana pasada. El asunto va de declaraciones guiadas. La madre se autoinculpa de todos los males e intenta dejar libre de cualquier responsabilidad a su hija. Y también a Raquel Gago, la tercera acusada.
Ese supuesto engaño que refiere Martínez hace referencia a lo que las dos procesadas confesaron inicialmente y que inculparía directamente a Triana, a quien su madre le habría dado el bolso en el que ocultaba el arma homicida para que se deshiciese de ella. Esa versión cambió radicalmente seis meses después de su detención. La nueva explicación pasa por afirmar que la hija se cruzó con la madre de forma casual, vio cómo tiraba una bolsa en la rampa de un garaje y que ante el temor de que dentro estuviese un arma de su padre, y «para no comprometerlo», decidió cogerla y esconderla en el coche de su amiga Raquel Gago, a la que también se encontró casualmente a pocos metros. Todo muy casual.
El padre y marido declaró que había apreciado en su hija «un estado de ánimo hundido que le hizo perder 25 kilos», pero que sin embargo no le debió de parecer suficiente como para buscarle ayuda médica. «No, no la llevé al médico, yo en esas cosas no me meto, de eso ya se ocupa mi mujer», afirmó. De la que dijo que «llevaba varios años muy alterada, fuera de quicio». Por tanto, delegó el estado de salud de su hija, a la que tan afectada aseguró ver, en su esposa, que a su vez estaba en ese constante estado de agitación a que el inspector jefe se refirió.
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A las preguntas de la abogada de la acusación particular afirmó que pese a que su hija no le contaba detalles de su vida, se la sabía «de pe a pa», por lo que le contaba su esposa. Sospechaba que Triana tenía una relación con «alguien», porque «se quedaba los sábados en León y no iba a Astorga», pero no conocía su identidad. Ni que tenía otro teléfono móvil con tarjeta prepago. Aunque en este último extremo se contradijo al comentar que «algún compañero le había dicho que su hija a veces llamaba desde un número que no era el suyo».
Quienes esperaban encontrar a un inspector jefe Martínez templando gaitas entre su vida laboral y familiar se equivocaron de todas todas. «Su única preocupación a día de hoy es que su hija salga de la cárcel y no ve más allá», aseguran sus allegados. No hizo ninguna referencia a su condición de Policía más que para comentar que residía en la Comisaría de Astorga y que en su anterior etapa en Gijón -adonde ha regresado- solía llevar encima el arma reglamentaria, pero que nunca había visto a su mujer con una pistola, ni se lo imaginaba.
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Ni olía la plantación de marihuana que cultivaban en casa de su suegra -a la que él iba todos los domingos a comer- ni se olía el crimen que su esposa -y no se sabe aún si su hija- planificó durante dos años para acabar con la vida de la persona que supuestamente estaba impidiendo que Triana accediese a un cargo político y también a una plaza de funcionaria. «No le dieron el acta de concejal a Triana por una mano negra», lamentó el excomisario de Astorga, quien recibió la noticia de la detención de sus familiares directas cuando «estaba de paseo».
«Me llamó primero una compañera para decirme que acababan de matar a Isabel Carrasco y a los pocos minutos me llamó por teléfono Triana, para decirme que las estaban identificando y se cortó la llamada, pero como en cualquier caso de estos, los controles son habituales, así que creí que se trataba de algo así. Volví a la Comisaría, me duché y ya cuando salí vino un agente y me dijo que habían detenido a mi mujer y a mi hija. Me quedé en shock», relató.
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Cuando pudo verlas ya en prisión, y según su testimonio de ayer en la sala de vistas de la Sección Tercera de la Audiencia Provincial de León, se percató de que «las habían engañado los policías de Burgos, a los que yo no conocía y que se hicieron pasar por amigos míos para ganarse su confianza». Sin embargo, no comunicó esas supuestas irregularidades que ahora refiere ni a la Policía ni al juzgado. Fue pasado medio año cuando comentaron por primera vez esas presiones y también esa presunta negativa a mantener relaciones sexuales que motivó la persecución de Isabel Carrasco a Triana y que se convirtió en la obsesión de su madre. Porque por una hija se hace de todo.
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