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Portón de piedra de entrada al palacio Casona del Conde, en Buelna. FOTOS: XUAN CUETO
De Santiuste a Vidiago: La pastorina perdida y el xentil de Peñatú
HISTORIAS DEL CAMINO DE SANTIAGO

De Santiuste a Vidiago: La pastorina perdida y el xentil de Peñatú

Coloso natural. Emergiendo de la tierra, entre los matos de hierba agreste de una costera de la Sierra de la Borbolla, el peñasco evoca la testa de un gigante

PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA

Domingo, 10 de octubre 2021, 18:57

El Camino de la Costa, con un trazado mucho más llano y llevadero que el de la vía primitiva, permite a quien lo recorre avanzar sin prisa, demorándose en admirar un paisaje que acompaña a un lado por la mar y al otro por las sierras, como las del Cuera y La Borbolla, que se encontrará el viajero al cruzar el puente de Santiuste sobre el Río Cabra para adentrarse en el concejo de Llanes. Hay mucho que ver y visitar por aquí: el diálogo armónico que mantienen la arquitectura tradicional y la indiana en cada lugar, la naturaleza en directa conexión con la actividad humana o los importantes vestigios que la historia o los periodos anteriores a ella fueron dejando por montes, valles o sendas. Sin duda el más espectacular de todos ellos es el conjunto de grabados y pinturas de Peñatú, con su ídolo como estrella principal. Aunque algunos identificaron el topónimo con el asturiano 'peñatu' (peñasco), especialistas como el profesor Xosé Lluis García Arias hallaron testimonios documentado a comienzos del siglo XVIII donde aparece como 'Piedra-Tú' y 'Piedra Atuna'. En la última forma descifra el maestro de la filología asturiana un 'PINNA *NEPT¯UNAM', es decir la Peña Neptuna. Los vecinos de la zona lo llaman Peñatú o Peñatu y a la formación rocosa en cuyo abrigo se localiza, la Cabeza del Xentil.

Emergiendo de la tierra, entre los matos de hierba agreste de una costera de la Sierra de la Borbolla, el peñasco realmente evoca la testa de un gigante, algo así como una versión expresionista de los moais de la Isla de Pascua. Los Xentiles son la misma clase de seres del trasmundo que en otras partes de Asturias llaman moros o mouros, espíritus resistentes y emboscados del paganismo que pervivieron habitando leyendas y relatos orales hasta bien entrado el siglo XX.

El Conde de la Vega del Sella y Eduardo Hernández-Pacheco, que hicieron la primera descripción arqueológica del Ídolo y del panel que lo rodea, aún escucharon algunas de estas historias que asociaban posibles enterramientos de tesoros y otros hechos extraordinarios a la Cabeza del Xentil. El coloso natural de piedra arenisca impresiona a cualquier distancia que se contemple, pero el verdadero impacto que debieron llevarse los primeros vecinos que le pusieron el nombre popular hubo de ser la visión de la figura antropomórfica grabada y pintada en rojo, con sus escrutadores ojos de lechuza mirándoles, y el inequívoco puñal con el que parecía estar amenazándoles el genio que se ocultaba en la roca. Del temor o respeto que causaba todavía en épocas cristianizadas son prueba las cruces esculpidas en el conjunto rupestre, probablemente medievales, con las que se buscaría protección frente a las desconocidas fuerzas malignas que pudiera albergar el enclave.

El folklorista Aurelio del Llano, al que le atraían tanto las historias que contaban los paisanos y paisanas como las que desvelaban las piedras enterradas, recogió por el oriente la historia de una pastorina y un xentil, que podría situarse sin perder ninguna verosimilitud en el lugar de Peñatú.

En nuestra versión la rapaza salía de su casa en Buelna con las primeras luces del día para llevar la reciella (ovejas y cabras) a pastar en las costeras de la Borbolla. Como hacía cada mañana al pasar frente a la Capilla de Ánimas del Camino Real -el mismo que sigue la ruta jacobea de la costa- se persignó, rezó un fugaz e ininteligible Ave María y enveredó su rebaño por el sendero que se adentraba en la Sierra. Al mediodía paró a comer un chusco de pan con queso encima de Tresgrandas y luego se dirigió ladeando el monte hacia Cerecéu. A medida que iba ascendiendo hacia la cumbre, el norte hacia el que trepaban sus animales, la niebla iba cubriéndolo todo a su alrededor. Los lloqueros (campanas) de sus cabras y ovejas eran su única guía en medio del mar blanco, y detrás de su sonido caminaba la joven pastora. El paso del rebaño era mucho más ágil que el suyo y lo peor de todo era que el rastro sonoro se dispersaba con los movimientos de las reses en todas las direcciones posibles. Llegó un momento en que dejó de oírlas. La niebla cada vez era más densa. Andando a tientas entre las rocas, vio surgir en medio de la blancura cegadora un enorme peñasco. Se acercó y comprobó que tenía un abrigo en el que cobijarse.

Allí sucedió algo prodigioso que ella resumiría aquella noche, cuando otros pastores la localizaron perdida y la llevaron a su casa. Cuando sus padres le preguntaron qué le había pasado y por qué traía aquella cara de susto, la rapacina confesó, con el mismo veloz trabalenguas que empleaba para el Ave María: «Perdíme en la niebla, guardéme en una peña y la piedra miróme». Nos sigue mirando desde su inquietante misterio el ídolo de Peñatú.

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