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Estuvo casado tres décadas, pero una mañana dejó su vida familiar y comenzó a llamarse Carolina. «Hace un año decidí ser mujer. Le pedí a Dios que me aclarase lo que sentía y al despertar se lo conté a mi hija», cuenta Carolina Jiménez de ... 68 años, que tiene una pensión de «mil y pico» y vive en una habitación de un piso social por el que paga 200 euros. «Mi ex me dijo que no podía seguir en la casa, porque ella no se había casado con una mujer, aunque yo puedo contar con los dedos de una mano las veces que hice el amor como hombre. Cuando le dije a mi familia que soy como soy, tuve el apoyo de algunos y de otros, no. Ahora, como mujer, no tengo pareja».
Sola, con visitas de su hija de 30 años cada quince días, Carolina pasa el día en el centro de día de la Fundación 26 de Diciembre, en Madrid. Esta soledad es uno de los rasgos del colectivo LGTBI al llegar a la madurez. «Entre los mayores, la soledad es muy alta en general, pero en el colectivo se nos apartó de la vida familiar desde muy pequeños», confirma Federico Armenteros, impulsor de la residencia para mayores Josete Massa, la primera pública del mundo especializada en el colectivo, que espera abrir este año.
El «hogar sin armarios», como se le define en un documental de Eduardo Cubillo, es un edificio de cuatro plantas y 3.000 metros cuadrados en Villaverde, un barrio periférico de la Comunidad de Madrid. Ya funcionaba como albergue y fue abandonado al requerir una reforma que lo adaptara a la «nueva normativa». La asumió la Fundación 26 de Diciembre, que logró la complicidad del gobierno local. Con una inversión inicial de 2,4 millones de euros, el inmueble consta de 62 plazas, la mayoría concertadas con la administración. «Faltan tres meses de remate, pero llegó un momento que no teníamos más dinero. Ahora hemos conseguido financiación privada de un millón de euros», revela Federico, sobre un acuerdo todavía confidencial y una meta: «Trataremos de abrir la residencia el Día del Orgullo. Está todo construido. Faltan los ascensores, pintar o el tema de los saneamientos, pero ya tenemos comprado todo el mobiliario».
3,4 millones de euros
será la inversión total de la residencia Josete Massa, especializada en personas mayores LGTBI y concertada con el gobierno local.
Una residencia «inclusiva» lograría aminorar otro temor de las personas mayores del colectivo. «No me gusta la idea de vivir en una residencia, porque he trabajado doce años en una. Pero si no hay más remedio, si la alternativa es dormir en la calle, sí», mantiene Carolina, que fue auxiliar sanitario hasta que sufrió un aneurisma en 2011. «Allí la gente del colectivo se esconde. Yo sabía lo que eran porque se les notaba, y veía que mis compañeros les atacaban mucho. Les decían: maricón de mierda. No les pegaban, eso no lo he visto, pero sí herían con los insultos y faltas de respeto. Tengo miedo de las residencias, porque la gente LGTBI, cuando llegamos a mayor, tememos el rechazo y que nos traten mal», admite.
Hasta que llegó a la jubilación, Alizia Izal trabajó como cuidadora en un centro público de mayores. «Nunca conocí allí a nadie que reconociera ser homosexual. Son personas que han luchado mucho y han conseguido desprenderse de vergüenzas y miedos, para poder vivir su sexualidad o género sentido. Pero que cuando son mayores tienen que volver al armario, porque eso en la residencia es motivo de un bullying brutal. La crueldad de las personas mayores puede estar al nivel del de la infancia», afirma Alizia, mujer trans de 65 años, que fue misionero y activista de derechos humanos en Latinoamérica y párroco en Navarra. «Es gente que necesita asistencia y vuelve a los armarios porque tienen que adaptarse al medio. Les cuesta muchísimo, pero ya lo han hecho en otros momentos. Es una decisión personal», explica.
Según su relato, que coincide con el de otras fuentes, en una residencia de mayores, sea pública o privada, la vida transcurre con actividades para rellenar el tiempo, como jugar a cartas o conversar, con un cuidador cada diez o quince personas dependientes o cuarenta residentes si se valen por sí solos. «Sólo da tiempo de darles agua y llevarles al baño», sostiene Alizia. Los roces pueden surgir «por cualquier cosa», con «brotes de ansiedad y agresividad». Aunque los datos personales no son divulgados, no hay secretos entre esas paredes, y los usuarios saben qué medicamentos toman unos y otros. Detectan a los que portan el VIH, por ejemplo. Es un microcosmos, un espacio más pequeño que un pueblecito.
Los afectados por la renuncia voluntaria, aunque bajo intimidación, de su identidad sexual en el último tramo de existencia no son pocos. Un 12% de la población española, según una encuesta Ipsos, pertenece al colectivo LGTBI. El Instituto Nacional de Estadística no tiene datos (los de 2003, última vez que preguntaron, se hizo con una muestra insuficiente, según advierte el propio organismo). «Los que no se esconden son rechazados. Hablamos de más de un millón de personas mayores del colectivo», calcula Federico. «La idea es lograr que todas las residencias sean inclusivas. Ahora, en la práctica, no lo son, porque no hay preparación específica para los profesionales ni sus congéneres».
Los que más necesitan una plaza pública en esta residencia son «las personas mayores que no han podido cotizar y tienen pensiones no contributivas, de unos 510 euros», asegura. «Porque a los del colectivo, sobre todo a los transformistas, no se les contrataba o les despedían. Ahora te los encuentras con pobreza, soledad y enfermedad». Lo confirma Alizia: «Los problemas económicos que hemos tenido las personas LGTBI son brutales. No hemos sido bien recibidas en las empresas, porque hemos tenido cárcel, persecución social y acoso policial. No tenemos las pensiones de los que sí han podido trabajar sin pausa. Es bastante habitual que no tengan los años cotizados y no se puedan pagar una residencia».
La calidad de la vejez de estos ciudadanos varía según la identidad sexual. La escala va de los gais, que suelen tener mayor poder adquisitivo, hasta los trans, en el último eslabón de la cadena. «Las circunstancias son muy específicas. Los gais tienen más depresiones y temen ser dependientes, hasta el punto de preferir suicidarse. A las lesbianas se les ha permitido la convivencia, pero tienen una paranoia mayor», analiza Federico. «Y las trans, que han sido despreciadas tanto por la sociedad como por el colectivo, se han dedicado a la prostitución... ¿Y qué se puede esperar de una persona mayor que ha ejercido la calle toda su puñetera vida?». Perdida la fuerza de antaño, tienen tres opciones, refiere Alizia. «Pueden sufrir la violencia, buscar el apoyo de las cuidadoras o irse a la calle».
¿Quiénes son los que agreden a una edad en que, se podría suponer, ya se busca la calma? «Los que no tienen la capacidad de ponerse en el lugar del otro», responde Carolina. ¿Por qué? «Porque no hemos aprendido a convivir, y a los heteros de nuestra generación se les dijo que nosotros éramos el vicio», resume Federico.
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La llegada a una residencia, sin embargo, no significa el final del camino. «Las personas que viven allí no están deseando morirse, sino lo contrario», afirma Carolina. «¿Qué quisiera yo? Encontrar a una persona, mujer u hombre, que me quiera por lo que soy». Mientras le llega el amor, ella llena sus días con charlas y juegos de dominó en un espacio seguro.
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