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M. F. ANTUÑA
Domingo, 6 de junio 2021, 01:43
No solo es escenario literario de primer orden. En sus vagones, en sus andenes, en sus largos viajes y dilatadas esperas, la lectura ha sido compañera inseparable. Por eso, históricamente las librerías de ferrocarril han sido lugar principal para comprar todo tipo de libros, por eso durante décadas se editaron guías de viajes con las que entretener los tiempos de los desplazamientos y organizar periplos por todo el mundo ya fueran vacacionales o laborales.
No saben con certeza en el Museo del Ferrocarril de Asturias cuántas guías de viaje pueden conservar en sus archivos, pero más que por cientos se cuentan por miles y abarcan desde finales del siglo XIX hasta los años 90, cuando Renfe dio carpetazo definitivo a sus guías de horarios en papel.
Porque, por encima de todo, esas guías de viaje fueron un instrumento absolumente práctico, útil, imprescindible. Organizar un viaje de Gijón a Sevilla requería mirarlas una a una, analizar horarios para encajar transbordos si era menester. No había teléfono al que recurrir ni pantalla que consultar. Todo se informaba y conservaba en papel.
«Estas guías sirven para ver cómo eran los viajes y cómo era la vida de la gente», introduce Javier Fernández, director del Museo del Ferrocarril, para quien son, pues, una puerta abierta a un pasado en el que hubo diferentes compañías que editaban distintas publicaciones. Pero es que el producto era tan reclamado que afloraron numerosas publicaciones de editoriales privadas, que incluían todo tipo de publicidad, que mostraban con claridad meridiana las tendencias estéticas de cada momento, que marcaban la modernidad del diseño gráfico.
Se editaban durante todo el año, pero en verano no era extraño que llegaran ediciones especiales con objeto de dar cabida a todos aquellos que querían disfrutar de las temporadas de baños de mar. Los madrileños eran el público potencial y San Sebastián, Bilbao, Santander, Gijón y Avilés, Coruña, Ponferrada y Lugo, los principales destinos, al menos conforme aparece en una guía de la Compañía del Norte de 1914 en la que se advierten las magníficas ofertas de los trenes rápidos del momento. El billete normal en segunda rondaba las 52 pesetas, el especial, 25. Diecinueve horas tardaba el recorrido entre Madrid y Gijón, que se había rebajado considerablemente respecto a 1896, cuando el más rápido tardaba 23 horas, una menos que cuando en 1884 se inauguró la línea. Ya en 1935, un tren rápido empleaba 12 horas y 30 minutos, pero la guerra precarizó el ferrocarril y dio una marcha atrás en ese recorte de tiempos.
Las guías propician este viaje en el tiempo en todos los sentidos pero son también un retrato de una época en la que el tren era un lugar primordial para la lectura. «Se solían vender sobre todo en la librería de ferrocarril, una empresa vinculada a las compañías por concesión y en la que disponían de libros y guías, era uno de los mayores puntos de compra de literatura que había, porque la gente donde más leía era en el tren», revela Javier Fernández. Agatha Christie o Corín Tellado desgranaban sus aventuras en unos vagones repletos de viajantes. Y ellos, sin esas guías, sin trazar sus itinerarios para llevar sus muestras de productos a diferentes puntos de la geografía, nada tenían que hacer. Pero lo práctico también tiene su punto de sofisticación. No bastaba con la información pura y dura, y pronto aparecieron en el mercado las guías descriptivas, lo más cercano a las actuales guías de viaje. Había para todos los públicos y bolsillos.
Una de las más sencillas era la que editaba el Colegio de Huérfanos Ferroviarios. A esa entidad se destinaba la recaudación del billete de andén, el pequeño precio a pagar por poder acceder al interior de la estación a despedir a quien se iba o a recibir a quien llegaba.
Lo normal es que estas guías, más de carácter turístico, estuvieran editadas en varios idiomas. En una de 1943 de las que conserva el museo se habla de Oviedo como «la capital de la provincia del histórico Principado de Asturias» con «46.000 habitantes y ubicada al pie del monte Naranco»; a Gijón se la sitúa «a la falda de una colina rodeada por el Cantábrico» y se le atribuyen «90.000 habitantes», una playa muy concurrida «y pintorescos alrededores».
Las había de muy diferentes calidades y maneras y hubo también otras publicaciones que se denominaron álbumes guías, de un gran cuidado editorial y que estaban en los trenes a disposición de los viajeros de un cierto nivel. «La gente la podía coger en el tren para leer los datos de los balnearios, ver rutas e itinerarios, curiosidades», revela Fernández, mientras muestra una de ellas que viene acompañada de un cordel para ser colgada en algún lugar del vagón. Hubo más adelante revistas, publicaciones específicas ya con fines más turísticos, hubo un montón de papel vinculado al ferrocarril y a los viajes. Hasta que con los noventa comenzó el declive y las rutas comenzaron a hacerse camino entre teléfonos y ratones.
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