Tomás Martínez en su casa de Badajoz Galindo

El pescador que no era de nadie: historia de un inocente en prisión

Tomás Martínez estuvo un año entre rejas porque lo confundieron con un narco en una playa de Marbella. Ahora vive enclaustrado en una casa en el campo en un pequeño pueblo de Badajoz. «Me iría a una cueva si pudiera», dice. Han pasado 13 años y ni siquiera le han pedido perdón

Juan Cano

Málaga

Domingo, 12 de marzo 2023, 00:50

-¿El pescador es tuyo?.

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-No, mío no es. Pensé que era tuyo.

Tomás Martínez Duarte tenía 40 años, dos hijas pequeñas y una mujer que lo quería. Se ganaba la vida como técnico frigorista, aunque su verdadera pasión era el mar. Ir a ... echar las cañas a una playa cualquiera de Málaga con su padre o su cuñado, pero sobre todo con su hermano Juan, que era y es mucho más que eso. Porque cuando a Tomás lo arrasó el tsunami, Juan siempre estuvo ahí para sostenerlo.

Tomás es malagueño, pero ahora vive a 500 kilómetros del mar. Se ha refugiado en una casa de campo en mitad de la nada en un pequeño pueblo de Badajoz, cerca ya de la frontera con Portugal. Hasta allí se fue hace cuatro años con Lorena, la madre de sus hijas, buscando la soledad. Pero las heridas de esta historia son tan hondas, tan profundas, que ni un amor como el suyo, que aguantó el peor temporal, ha podido coserlas.

Aquel fin de semana había ido a pescar, como de costumbre, con su hermano y su cuñado. Como les sobraron tres kilos de carnada, Tomás les propuso repetir el domingo, pero ellos no podían porque tenían que trabajar al día siguiente, así que decidió ir solo. Eligió la playa más próxima al puerto deportivo de Cabopino, en Marbella.

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Llegó sobre las cinco de la tarde. No necesita papeles para recordar la fecha: el 21 de febrero del año 2010. Dejó el coche en el aparcamiento, que está separado de la arena por un muro de algo más de un metro de altura que tiene un pequeño acceso peatonal con el hueco suficiente para que pueda pasar una persona.

Tras una jornada de pesca

Como esa tarde no había nadie (o al menos, eso creía él), embocó el maletero de su Opel Astra en ese hueco de la valla para descargar con más facilidad los aperos: tres maletas con los aparejos y los cebos, las cañas, la mesa, la silla, la sombrilla para guarecerse del frío... «Montas un auténtico chiringuito, parece una acampada», recuerda Tomás, que se aficionó al surf casting -técnica deportiva con la que se denomina el lanzamiento de cañas desde la orilla- yendo de niño con su padre y su hermano Juan a Tarifa: «Mi padre hacía un boquete en la arena y cuando nos daba sueño nos metíamos ahí a dormir con una manta».

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Tras instalarse en la playa, lanzó sus dos cañas y se sentó a esperar que cayera la noche, «que es cuando se pilla más pescado». En toda la tarde sólo cogió un par de besugos y recibió un puñado de señales de que debía marcharse de allí. «Lo primero fue que vi un delfín. Cuando se meten tan cerca de la costa, espantan el pescado, así que son un mal augurio para los pescadores. Pero bueno, estaba a gusto allí, así que decidí aguantar un poco más».

Entrada la noche, Lorena lo llamó por teléfono y le animó a volver a casa, algo que no acostumbraba a hacer porque sabía de su afición por la pesca. «Nene, ¿qué haces ahí solo, pasando frío? Vente…», le dijo. Justo después se le rompió una de las dos cañas. Tercera señal. «Recuerdo que pensé: 'Mira, ya está, me voy a casa'. Pero en vez de eso monté la que llevaba de repuesto y seguí pescando. Era como si alguien me estuviera diciendo 'vete'. Pero me quedé. Por desgracia me quedé».

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Los hechos

Faltaban unos minutos para las diez cuando un grupo de «marroquíes y subsaharianos» salieron de un cañaveral cercano e irrumpieron en la playa. «Usted tranquilo, no se mueva de la silla», le advirtieron. «Me quitaron el móvil, me registraron y dos de ellos se quedaron a mi lado para custodiarme. Me insistieron en que no me moviera, pero no me ataron ni nada». Tomás aún no sabía lo que estaba pasando. «Uno de ellos hablaba todo el rato por teléfono en árabe. Se fue hacia la orilla y empezó a mover la pantalla del móvil hacia el agua. Entonces ya me di cuenta de lo que era».

La playa, reflexiona ahora Tomás, era ideal para el alijo porque tiene un aparcamiento justo delante, «pero a ellos les estorbaba mi coche para descargar la mercancía, porque, como no había nadie, yo puse el maletero justo en el hueco del muro por donde pasan las personas. Si yo estoy allí con ellos y soy parte de la banda, ¿por qué voy a aparcar el coche por donde hay que pasar con la mercancía? No tiene sentido».

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Desde la silla, vio una mancha oscura acercarse a la costa y escuchó el sonido del motor. La neumática llegó hasta la misma orilla y apareció más gente. Empezaron a descargar bultos en dos coches -tuvieron que hacerlo pasando los fardos por encima del muro- y salieron de allí «chirriando rueda». «Ya llevaban mucho bulto descargado cuando escuché «alto, Guardia Civil». Entraron pegando tiros en la playa y todo el mundo empezó a correr. Aquello era la guerra. Una cantidad de disparos impresionante».

«¿Por qué voy a aparcar el coche por donde hay que pasar con la mercancía? No tiene sentido»

Tomás se quedó en su silla. «Un guardia de paisano se puso a mi lado y le dije: 'Mire usted, yo no tengo nada que ver en esto'. Él me respondió: 'No se preocupe, que yo llevo aquí con un dispositivo de vigilancia desde las siete de la tarde y lo sé'. Yo me quedé tranquilo, porque los marroquíes me tenían allí retenido, secuestrado como aquel que dice, y cuando llegó la Guardia Civil, pensé: 'Coño, ya está'».

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Tomás se relajó y creyó que todo había terminado, pero la pesadilla de verdad estaba a punto de empezar. «Total, que vienen y dicen de detenerme a mí también. Me pusieron las esposas. Yo no paraba de repetir que no tenía nada que ver con aquello. Ya no volví a ver al agente que me dijo que había estado haciendo la vigilancia, el que me dijo que sabía que era inocente».

Tomás conversó con otro guardia y le pidió que le guardara el equipo de pesca, que costaba «un dineral» y que se había ido comprando poco a poco con los años. «Le di las llaves del coche y él me quitó un momento los grilletes para que le ayudara a cargar los aperos. Entonces apareció un teniente gritando y le ordenó que me volviera a poner las esposas y ya me metieron en el patrulla y me llevaron al cuartel». Tomás no tenía antecedentes. Nunca antes había estado detenido.

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En la playa

«A todo esto -incide el malagueño- el vehículo estaba a nombre de mi mujer. Era un Opel Astra con 12 años, pero era nuestro coche, el único que teníamos. Se quedaron con él y lo llevaron al depósito de Cártama». Hace unos meses, recibió una carta diciéndole que tenía cinco días para ir al depósito a recogerlo. Casi 13 años después de que se lo quitaran. «¡Qué vergüenza! Ese coche se lo tenían que haber devuelto a mi mujer, a la que dejaron en la calle y sin un vehículo para poder trabajar. Y los aperos de la pesca, que se habían quedado dentro, ya no estaban. Han desaparecido».

Al ver que su marido no volvía a casa, Lorena empezó a llamar a los hospitales por si le había sucedido algo. En el 112 le pasaron con la Guardia Civil y allí le dijeron que su marido había tenido un problema con los aparejos de pesca. Fue cuando avisó a su cuñado Juan. «Recuerdo que eran las 8.15 horas porque no llevaría ni 15 minutos trabajando. Fui a la Guardia Civil y allí me comunicaron que mi hermano estaba detenido por un delito contra la salud pública». Lorena ni siquiera sabía lo que significaban esos cargos: «Pensé que era por atacar a un médico».

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En la comandancia le ofrecieron un abogado. «Yo respondí que no me hacía falta, que declaraba allí mismo porque no tenía nada que esconder». Tras pasar por los calabozos, lo trasladaron a los juzgados de Marbella. «Pensé: 'En cuanto hable con el juez me voy a casa. Y cuando fui a abrir la boca, me miró por encima de las gafas y me dijo: 'No me cuente historias'. Y me envió a prisión. Me acordaré de eso toda la vida. A mí se me vino el mundo encima. Parecía que lo importante era meterme en la cárcel por lo que fuese».

Cuenta Tomás que, cuando lo bajaron a los calabozos desde donde lo iban a trasladar a la prisión, «los marroquíes» -los narcotraficantes de la playa- se sorprendieron y le preguntaron cómo podía ser si no tenía nada que ver con ellos. «Primero dijeron [los investigadores] que yo estaba allí como porteador, hasta que se dieron cuenta que yo no tenía la ropa mojada y además tengo una vértebra rota y no puedo coger peso», cuenta el malagueño.

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Al final le achacaron el rol de aguador. «Y entonces, claro, como no podía hacer porteador -sigue Tomás-, pues dijeron que yo estaba allí con mis cañas -que tenían unas luces en la punta para saber cuándo había una picada, algo muy habitual en la pesca nocturna- para indicar el punto de entrada a la embarcación del alijo, cuando había mucha más luz en la farola del aparcamiento. El caso era implicarme de alguna manera».

Cuando Tomás salió de los juzgados de Marbella, Lorena estaba fuera. Sólo pudo verlo a través de un cristal. «Habían pasado cinco días y me lo encontré con la misma ropa de pesca que tenía el día que salió de mi casa, con las botas de agua y todo. Me impresionó muchísimo. Nos cruzamos la mirada en plan, bueno, yo estoy aquí para salvarte. Entonces me enteré de que lo mandaban a la cárcel, y me contaron todo lo que había pasado. Me pareció una película de Spielberg», dice ella.

La prisión

Si la cárcel fuese para él un sonido, sería el de la puerta cerrándose a sus espaldas. Si fuese un olor, sería el de las letrinas que tuvo que limpiar para tener la cabeza ocupada. Si fuese una imagen, la cárcel es hormigón y hierro. «Pierdes la visión de lejos. Yo fui al médico de allí y le dije que ya no veía a las personas. ¿Qué me está pasando? Me dijo que era normal, que allí se perdía la visión de lejos. Claro, como uno no ve más que una pared… ».

La primera noche no durmió. La segunda tampoco. «Hasta que al final el sueño te vence y entras en una especie de duermevela, con un ojo abierto y otro cerrado», dice. Los primeros meses te los pasas repitiendo que eres inocente, hasta que pasa el tiempo y entiendes que todo el mundo dice lo mismo». Aun así, Tomás no dejó de repetirlo ni un solo día.

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Al poco tiempo se ganó entrar en el módulo de respeto por buen comportamiento, fue presidente del mismo, jefe de cocina y de reparto. También fue encargado de la biblioteca, del área de informática y de recibir a los reclusos y explicarle las normas, además de preso sombra. Y aun así, «vivía mirando siempre hacia atrás porque tienes que estar pendiente de todo el mundo. Yo salí de prisión y me tiré un montón de tiempo con un bolígrafo escondido en el bolsillo. Me transmitía algo de confianza y tranquilidad, porque allí hay muchas cosas malas».

«Se nos paró el reloj, se nos paró la vida, se nos paró todo. Los planes, todos los planes»

Fuera, Lorena trataba de mantenerse a flote con dos niñas de 8 y 9 años a las que les dijeron que su padre se había ido de viaje. «Tuve que pedir ayuda a mi cuñado Juan para explicárselo a las crías», recuerda. El tsunami había arrasado el proyecto de familia que habían construido. Primero se quedó sin coche, intervenido por la Guardia Civil, luego sin trabajo -era empleada de una tienda de ropa, pero tenía la cabeza en otro sitio- y por último sin casa, porque el dinero de la hipoteca era para abogados y peculio.

Lorena fue al banco en un último intento de retener su vivienda: «Le dije: 'Mire usted, me pasa esto, yo estoy en la calle con mis dos hijas y mi marido está en la cárcel, pero es inocente. Evidentemente, no me creyó, como la mayoría de la sociedad en ese momento, incluida parte de la familia. Me respondió: «Lo siento, no puedo hacer nada». Yo intentaba negociar con el banco para que al menos me dejara sin deuda, pero no. El banco se quedó la casa y, pese a que la subastó, mantuvo la deuda hasta el final. De hecho, me deben dinero, dicho sea de paso; el saldo, después de venderla, acabó en 2.100 euros a nuestro favor».

Ella no fue la única que perdió la vivienda. Juan pidió a su jefe un adelanto de 2.000 euros para pagar al abogado. A ellos les pilló en casa de su suegra y con una obra a medio hacer en el que iba a ser su domicilio. Pero la prioridad era otra. «Se nos paró el reloj, los planes, todo. Había que luchar por sacarlo. Sacarlo. Sacarlo. Sacarlo. Se convirtió en una obsesión. No tenía por qué estar allí y no podíamos permitirlo. Hicimos lo que había que hacer», cuenta el hermano de Tomás, que abandonó la obra y entregó la propiedad en una dación en pago porque no podía más. «Diez años después, todavía sigo pagando», añade Juan, que es, con su mujer, otra víctima colateral del caso.

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El tiempo iba pasando, Tomás seguía en la cárcel y a ellos les quedaba cada vez menos gente a la que pedirle dinero. «Anímicamente nunca estás bien, hay muchos momentos de bajón. Tu abogado te dice: «En 45 días está fuera». Pero pasa el tiempo y esos 45 días se convierten en 60, y luego 90, y tú dices: 'Este no sale, no sale, no sale, ¡por Dios! Me quiero morir! Esto no es normal. Y encima tienes que ir a verlo con buena cara. Ir pintada y maquillada con mis dos hijas de la mano. Porque mis hijas no dejaron de ver a su padre en la cárcel. Yo les decía siempre: 'Él no ha hecho nada. Tenéis que ir con la cabeza muy alta'». Las niñas, cuenta Lorena, dormían con ropa del padre y se echaban su colonia para recordarlo por el olor.

Juan y su mujer, Nuria, que quiere a Tomás como a un hermano, acogieron a Lorena y a sus hijas durante unos meses. «Yo tuve ayuda de su hermano, fundamentalmente, y de mis padres. Se acabó. Su prima también. Cuando yo necesitaba un cartón de leche, no había absolutamente nadie más en Málaga a quién acudir que a su hermano Juan. Lo digo claramente», afirma Lorena. «Estuvieron un añito entero pegadas a nosotros. Intentamos hacerle la vida lo más fácil, o lo más feliz posible, dentro de lo que podíamos en aquel instante», cuenta Nuria, que trabaja como cocinera en un instituto de Málaga. Cuando Lorena reunió lo suficiente para buscarse algo, Juan le pidió que alquilara lo más cerca posible para ocuparse de ellas.

En esas, hubo un nombre que lo cambió todo. Un amigo de Juan les habló «muy bien» de la abogada María Jesús Yáñez. Y allí que fueron a verla y a contarle el caso de Tomás, al que ya apodaban 'el pescador' en la cárcel. «Lo que ella hizo para nosotros no tiene precio», recuerda Lorena.

Tomás Martínez

«Examiné el expediente y fui a verlo a prisión«, cuenta la letrada malagueña». Era una persona encantadora -continúa-. En este trabajo te das cuenta de que hay personas que son muy especiales. Tomas era una de ellas. Normalmente nosotros creemos en la inocencia de todos nuestros clientes, pero muchas veces hay personajes que verdaderamente son la antítesis del delito que les imputan. Este caso era así».

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Tomás pasaba por una «fuerte depresión» porque llevaba mucho tiempo en la cárcel y «no llegaba a entender por qué se encontraba allí», recuerda Yáñez. «Lo que él me relataba no venía en las diligencias, pero era su experiencia personal. Era la historia de un pescador amateur al que le pilló en la playa mientras se producía un desembarco de droga. Como le podía haber ocurrido a un bañista o una persona haciendo 'footing'. Nosotros nos metimos en la piel de este señor e intentamos defenderlo como se defendería él, con uñas y dientes».

Mientras trabajaba en la defensa de Tomás, María Jesús se encontró con un sumario de otro caso en el que ella estaba personada porque asistía a otro cliente. Cuando se levantó el secreto de esa causa, se topó con unos pinchazos telefónicos donde unos narcos a los que tenían intervenidos los teléfonos conversaban sobre un alijo en una playa de Marbella. Comprador y vendedor de la droga mencionaban casualmente a un pescador. María Jesús escuchó las grabaciones con detenimiento y se quedó de piedra con la conversación. Acababa de encontrar la llave que podía sacar a Tomás de la celda.

- ¿El pescador es tuyo?.

-No, mío no es. Pensé que era tuyo.

-No, mío tampoco es. Entonces no es de nadie.

«El pescador no es de nadie», se repitió a sí misma.

De nuevo en libertad

Tomás Martínez Duarte, o lo que quedaba de él, abandonó la prisión de Alhaurín de la Torre el 4 de febrero de 2011, 345 días después. «Era un zombi. Totalmente. Yo vi salir un zombi. Fue como abrazar una farola. Salió de allí con la mente perdida y la mirada al infinito. De hecho, de camino a la casa, no cruzó ni media palabra con nadie. Era como si en aquella carretera, en mitad de un olivar, se acabara de bajar de un platillo volante. Yo vi salir el cuerpo de mi hermano. Pero no a mi hermano», describe Juan.

Porque Tomás abandonó la cárcel, pero llevaba la celda a cuestas: «El hombre que entró en prisión era totalmente distinto al que salió. Me he vuelto una persona muy desconfiada, una persona que, cuanta menos gente haya a su alrededor, más a gusto se siente. A mí la cárcel me cambió a peor. Tienes que ser una persona muy mala para que te cambie para mejor», reflexiona.

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Juan sostiene que su hermano no estuvo preso un año, sino seis. «Uno dentro y otros cinco fuera, los que tuvo que esperar para el juicio firmando cada 15 días en el juzgado. Con miedo a salir a la calle por lo que pudiese pasar y un charco de babas en el suelo de los tratamientos que tenía». Y sin poder superar la ruina económica que pesaba como una losa. «Mi mujer tuvo que estar un montón de tiempo yendo a Cáritas porque no tenía ni para comer. Y lo poco que le quedaba, los muebles, todo, hasta la alianza de casados, lo tuvo que vender para poder pagar a los abogados», cuenta el malagueño.

A Tomás no lo contrataba nadie porque estaba en libertad provisional. Y lo que es peor, tampoco lo creían. En esos años, Lorena fue despedida de un almacén en el que trabajaba y empezó a cobrar el paro. La prestación por desempleo era lo que daba de comer a sus hijas. Un mes, al ver que no se la ingresaban, fue al banco a preguntar qué había pasado: «Es que usted tiene una deuda de 11 millones de euros en un juzgado de Málaga. Yo miré a la muchacha, luego el papel, y le dije: '¿Pero qué pasa, que ya me lo han condenado?'». Era la multa que pedía la Fiscalía.

«Para hacer un pacto, debes estar de acuerdo con todo. Es decir, tengo que reconocer que he hecho algo malo o lo que decían que yo había hecho»

En la calle, Lorena y una de sus hijas llegaron a ser amenazadas por una parte de la banda de magrebíes, según cuentan, porque Tomás no quería formar parte de un acuerdo que se estaba negociando con las defensas de los acusados. «Para hacer un pacto, debes estar de acuerdo con todo. Es decir, tengo que reconocer que he hecho algo malo, o lo que decían que yo había hecho. Yo no iba a admitirlo aunque me pidieran 30 años, porque significaba tener mi expediente manchado como que soy un traficante. Y no estaba dispuesto».

El juicio arrancó el 9 de noviembre de 2015. En el banquillo se sentaron 35 acusados en varias tramas de narcotráfico que tenía como nudo unos guardias civiles corruptos, los mismos que detuvieron a Tomás aquella noche en la playa de Cabopino. En sus conclusiones definitivas, el Ministerio Público rebajó la petición a cuatro años y medio de cárcel y otros cuatro millones de multa.

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«Yo me senté en el juicio con mucho miedo. Todos los días. Si tú supieras el día que salía la sentencia… me temblaban las manos. Al menos eso me hizo creer en la jueza que tenía delante». A Tomás lo absolvieron por el principio de in dubio pro reo (en caso de duda, a favor del reo). Los magistrados de la Sección Segunda resaltaron en la sentencia que mantuvo la misma versión todo el tiempo, tanto en la fase de instrucción como en el juicio, y que en su coche se encontraron útiles de pesca, entre otros argumentos.

En los hechos probados, se constata que esa noche una unidad antidroga de la Guardia Civil había tenido conocimiento, a través de un confidente, de que se iba a producir un desembarco de 2.168 kilogramos de hachís del que estaban pendiente dos organizaciones: los compradores de la droga y otra banda que quería robar la mercancía haciéndose pasar por policías. La operación, denominada 'Cornelio', consistía en que un grupo de guardias iban a detener a los ladrones, permitiendo a su vez que el confidente se apoderara de parte del alijo como contraprestación por la información.

En 2019, el Supremo confirmó la absolución de Tomás Martínez Duarte. Nueve años después, una vida rota y varias familias arrasadas, resumidos en cuatro renglones: «No ha resultado acreditado que el acusado, que se encontraba sentado con dos largas cañas de pesca clavadas en la arena de la orilla del mar, provistas de 'stick' luminosos para detectar la picada, formara parte del grupo de dueños de la droga».

A Tomás nadie le ha pedido perdón, ni ha reconocido el error cometido con él. En enero de 2020, presentó una reclamación patrimonial al Ministerio de Justicia en la que solicita una indemnización de 220.102 euros por los 345 días que pasó en prisión, por las dilaciones indebidas del procedimiento y por los daños morales sufridos. Han pasado tres años y sigue sin recibir respuesta. La única novedad es que acaban de notificarle que se le ha asignado un abogado de oficio en Madrid para tramitarla. «Encontraré algo de paz cuando la justicia me devuelva por lo menos lo que estoy pidiendo a nivel material, porque a nivel psicológico no pueden, ni tampoco me van a quitar el trastorno adaptativo que sufro. Por lo menos que devuelvan lo que nos quitaron».

Desde hace 4 años, Tomás vive en Badajoz Galindo

Entre tanto, sobrevive con una pensión no contributiva de 446 euros -no puede trabajar porque acaban de operarlo de la espalda- que le da para pagar el alquiler de la pequeña casa de campo en Badajoz. «Cada vez me considero más ermitaño. Me gusta estar en mi trocito de tierra, con mis cuatro árboles, mis gallinitas, mis pajaritos y mi perrillo. Yo viviría en una cueva si pudiera», afirma.

-¿Y no es como vivir en una cárcel?

-No, porque yo podría salir de la cueva cuando quisiera. Vivir en una cueva es tener la espalda cubierta. Porque la cueva normalmente sólo tiene una entrada. El silencio, la paz. Y el que llega lo hace de frente.

Tomás no ha vuelto a pescar desde hace cuatro años, los mismos que lleva en Badajoz. Juan y Nuria se escapan a verlo cada vez que tienen vacaciones. «Mi hermano es mi mejor amigo, mi compañero, mi confidente. Hablamos casi todos los días por teléfono, pero yo echo mucho de menos, igual que él, salir juntos de pesca. No tengo dinero para alquilar nada en Andalucía, allí está todo más caro, ni tampoco para el combustible. He vuelto a tener un equipito de pesca actualmente porque mi hermano me lo ha ido regalando. Si no fuera por él, tendría una cañita y poco más». Es el modo que tiene Juan de alimentar el mismo anhelo: «Yo ahora mismo dejo todo y me voy a buscarlo si mi hermano Tomás me dice: 'Vámonos de pesca'. Me planto en Extremadura y me lo traigo. Tengo la carnada en el congelador, esperándolo. Pero hasta eso se lo han quitado».

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