Cantaba Lluis Llach en tiempos de dictadura que un día la gallina dijo que no, que no quería poner más huevos, que estaba harta del sueldo que la esclavizaba. ¿Quién esclaviza a la gallina? Una respuesta maniquea: los plutócratas.
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La plutocracia –los súper ricos cuyos ... beneficios llegan de la inversión, que se casan entre ellos, que heredan euros como si fueran genes, con acceso a la mejor educación y a la más precisa información de lo qué tiene y no tiene valor, y que por todo ello sus fortunas se multiplican cada día, en algunos casos de modo exponencial, sin obstrucción por parte del Estado– está constituida por ese cinco por ciento de los ciudadanos que pueden llegar a amasar más del noventa por ciento de la riqueza de un país.
Es imposible que los sueldos aumenten a la increíble velocidad a la que se agrandan los beneficios del capital. Esta diferencia en el ritmo de progresión consigue que la brecha económica que separa los de arriba y los de abajo se ensanche sin parar, generando la iniquidad. Iniquidad, como piensa la gallina, es un eufemismo oscuro, una palabra arcana que esconde a la vez una sima de miseria más profunda que el infierno y una cima de nieve impoluta más pequeña que la cabeza de un alfiler.
Y como las viejas industrias cierran y las nuevas requieren diferentes habilidades que, en ocasiones, solo trabajadores extranjeros poseen, o quienes trabajan son reemplazados por robots, o los puestos de trabajo que antes había se mueven a otros países que aceptan la esclavitud de los niños, las condiciones para sobrevivir allá abajo son cada vez peores. Y, así, el obrero amanece cada día como un soldado perdido en territorio enemigo.
Y si esto no parece ya demasiado, ahora mismo dividir el mercado laboral entre trabajadores y desempleados es poco menos que un sofisma. Muchos trabajos se han convertido en subempleos, una ocupación tan mal pagada e inestable que no saca al trabajador de la pobreza. En Estados Unidos los salarios de los trabajadores de McDonald's no les permiten comer en su restaurante, uno de los más baratos del país. Y al Gobierno le da igual: Milton Friedman aplaude desde su tumba. Y Reagan y Thatcher, también.
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En estos tiempos la gallina ya no tiene seguro ni el palo en el corral, porque algunos derechos fundamentales, como el de la vivienda, se han convertido en un negocio de inversión. Una inversión de fondos buitres junto a la ubicua renta por días o semanas de pisos y casas para turistas degrada la estructura social de los barrios y dispara los precios de alquiler, consiguiendo que a la clase media le sea difícil comprar un piso decente a un precio justo y que los alquileres sufran subidas de infarto cada año. En el extremo de estas políticas está la estrategia de fortunas chinas que compran pisos en Manhattan que nadie habita –dicen que si te paseas al amanecer por ciertos barrios de Nueva York no ves ninguna luz encendida–, esperando venderlos más adelante cuando las condiciones económicas en China les sean más favorables.
Los plutócratas se codean con sus compañeros de viaje: políticos, que obedecen a sabiendas o no las reglas de los bancos y de las grandes fortunas. Su justificación, más o menos oblicua, de la iniquidad es tan monótona y patética que recuerda los aburridos ronquidos de los gallos impotentes. Y es que la casta política, con honrosas excepciones –siempre queda, como decía Yupanqui, algún pájaro corsario que no conoce el alpiste– trabaja para un amo al que no le interesa que haya jaleo en el corral.
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La gallina precaria, que un mal día por unos granos de trigo sacrificó su capacidad de volar, acepta que con el paso de las generaciones las libertades han aumentado y que la plutocracia no tira de tanques y verdugos, y que ya no matan a las gallinas que amenazan con un estreñimiento como medida de negociación. Pero hay cosas fundamentales que no han cambiado. El otro día una gallina vieja le decía a otra más joven: a mí me explotaron siempre los mismos. Primero los abuelos me quitaban algunos huevos, luego los padres me quitaron más y ahora son los hijos los que nos mantienen en condiciones inhumanas y se llevan todos los huevos.
Queda por resolver una duda horrible, un susurro clandestino en el gallinero. ¿Se encarga la plutocracia de impedir que suban las de abajo? Una de esas conspiraciones sin base… Una cosa sí sabe la gallina: a la mayoría de las precarias, poner huevos a destajo ya no les sirve para cambiar su destino.
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