AIDA COLLADO
GIJÓN.
Sábado, 19 de diciembre 2020, 01:36
Tuvo tiempo, más del deseado cargando con la enfermedad, para pensar en qué quería hacer con sus cenizas. El gijonés Fernando Cuesta decidió que descansaría en los sitios que marcaron su vida. La vida que él disfrutó como tal, no la empachada de frustración. ... Lo dejó todo dispuesto: quería reposar en Madrid, en Holanda y en su Asturias. De momento, es su hija quien guarda la urna y cuenta que, cuando el coronavirus y las restricciones por la actual situación sanitaria lo permitan, la familia viajará con sus restos y cumplirá con este deseo. Y van quedando menos. Porque uno de los más importantes ya lo cumplió anteayer el Congreso de los Diputados, cuando con una amplia y transversal mayoría dio su apoyo a la ley que despenalizará y regulará el ejercicio de la eutanasia. Para Fernando no llegó a tiempo. Él, enfermo de ELA, tuvo que recurrir al suicidio asistido en Suiza, un proceso «muy largo», demasiado, y lleno de dificultades, de «miedo». De «traducciones juradas». De «informes psiquiátricos». De vuelta a empezar.
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Los ingenieros tienen fama de tenaces. Tirando a cabezones. Y Fernando dio muestra de ello con su incansable defensa del derecho a morir dignamente. Dejó grabado su testimonio, que se emitió tras su fallecimiento en la radiotelevisión pública asturiana, removiendo las conciencias de quienes ven un problema ajeno en lo que es responsabilidad de todos. Por eso, su familia no podía hacer otra cosa que mantenerse implicada en la causa. Y por eso, pese a todo -y hay vidas en las que ese todo es demasiado-, Belén estaba ayer «feliz». A pesar del dolor, de los malos recuerdos. «Feliz, porque esto era lo que él quería». Y feliz porque muchos de los que vienen no tendrán que pasar el tortuoso camino que Fernando y otros muchos antes que él tuvieron la valentía de recorrer.
«Nos da mucha lástima pensar en lo mucho que se alargó su proceso de forma innecesaria. Con esta ley, podría haber tenido acceso a una muerte digna en solo un mes y en su país, con infinitas menos dificultades. Es muy importante que ahora se establezca un protocolo de inclusión claro, como el holandés», pide. Fernando era bilingüe, estaba formado y tenía la capacidad de lanzarse a un océano de trámites -«no en todos los casos es así»-, que ni siquiera él sabía si llegaría a atravesar con éxito.
Tendemos a pensar que todas las opiniones valen por igual. Pero quienes despiertan cada mañana con miedo a no morir del sufrimiento, al dolor que hace eternos los días, a la mirada clavada en el techo, quieren que su voz sea la primera en ser escuchada. Fernando «siempre decía que la eutanasia no era obligatoria, que está muy bien que haya personas que quieran vivir aún en la peor de las situaciones, pero quería que la misma atención que se presta a garantizar una vida digna se prestase a procurar una muerte igualmente digna». Su mayor miedo era perder la movilidad en las manos, «porque necesitaba al menos una» para proceder, una vez fuese aprobado, a su suicidio asistido en Suiza. El de su familia era no poder ayudarle, arriesgarse a ser juzgados tras su fallecimiento.
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La enfermedad seguirá existiendo. El dolor y el sufrimiento, quizá sin dilaciones innecesarias para quien no las desee, también. Pero desaparecerá el miedo a no poder alzar la mano y poner punto y final a la propia historia. El miedo a no poder despedirse con dignidad de una vida agotada. Y por eso, Fernando, lo sabe muy bien su familia, hoy habría levantado su mano para brindar con una copa de buen vino. De vida.
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