Margarita Salas, en el laboratorio, donde se encontraba como pez en el agua. José Ramón Ladra
Margarita Salas, un día de noviembre
El 7 de noviembre se cumplió un año del fallecimiento de Margarita Salas. Con este motivo, su amigo y discípulo Carlos López Otín ha querido compartir en estas páginas sus palabras de homenaje, publicadas en su momento por la Sociedad Española de Bioquímica y Biología Molecular
CARLOS LÓPEZ OTÍN
Lunes, 9 de noviembre 2020, 14:06
Margarita Salas, la investigadora más importante en toda la historia de España, vino al mundo un día de noviembre en un pequeño lugar de Asturias llamado Canero. Ocho décadas más tarde, otro día de noviembre, Margarita se despidió en silencio de la vida. Cerró así con curiosa precisión y con ejemplar discreción su extraordinario ciclo vital. Margarita parecía frágil, pero su fortaleza mental era colosal por lo que la noticia de su súbito viaje desde nuestro minúsculo mundo al infinito multiverso llegó como una inesperada corriente de kogarashi, el frío viento japonés que anuncia el invierno.
Envuelto en ese mismo viento y abrigado por el sonido de un día de noviembre que fluye armónicamente desde la guitarra de Leo Brouwer, viajo atrás en el tiempo durante más de cuarenta años para recordar el momento en el que conocí a Margarita. Fue también un día de noviembre en la Universidad Complutense de Madrid, a cuya Facultad de Químicas me había incorporado para cursar la especialidad de Bioquímica y Biología Molecular. Margarita era profesora de Genética Molecular y aunque sus contribuciones científicas eran ya excepcionales, yo no sabía absolutamente nada de ella, haciendo de nuevo verdad la idea de que ignoramos hasta el nombre de quienes poseen la capacidad de cambiarnos la vida.
El día que iba a conocer a Margarita Salas llegué al aula justo a tiempo de ocupar uno de los asientos libres en la última fila. La profesora estaba ya en el estrado e iba a comenzar su clase. Sin más demora, con voz muy suave pero muy firme, ella empezó a hablar y yo me dispuse a escuchar con distraída atención, pues esos días no dejaba de dar vueltas a la cuestión de si Madrid era mi lugar en el mundo o debía regresar a mi casilla aragonesa de partida. La clase se centraba en el estudio de la naturaleza molecular del material genético, trabajo que condujo al hallazgo por parte de Oswald Avery, Colin McLeod y Maclyn McCarty del llamado principio transformante y a su posterior caracterización como ADN.
Sin duda, la expresión principio transformante evoca tiempos épicos y lejanos. Tal vez por eso, aquella primera lección que recibí de Margarita se instaló para siempre en mi memoria como uno de los viajes que en el pasado emprendían los esforzados conquistadores de terra incognita o los intrépidos aromanautas buscadores de especias, con el fin de ensanchar el mundo, ampliar sus conocimientos y buscar nuevos recursos. Con absoluto rigor en el empleo del lenguaje y acompañada tan solo por la tiza y la pizarra, la profesora Salas nos fue descubriendo sin prisa, con pausa y con deleite, los detalles de los elegantes experimentos que condujeron a la sorprendente conclusión de que el principio transformante no era una proteína y tenía las propiedades químicas de los ácidos nucleicos. En ese momento sucedió algo extraordinario, faltaban todavía unos minutos para terminar la clase y en ellos Margarita nos enseñó algo que marcaría mi vida desde entonces. La enseñanza de la ciencia no se podía detener en la mera descripción de lo que otros habían descubierto en el pasado, era preciso mirar hacia el futuro, constatar la existencia de muchas preguntas para las que no había respuesta y aventurarse en su resolución. Al final de aquella clase, tuve la sensación de que el verdadero principio transformante no era la macromolécula cuyas propiedades habían descrito Avery y sus amigos, sino la propia Margarita Salas.
Se despidió en silencio de la vida. Cerró así con curiosa precisión y ejemplar discreción su ciclo vital
Desde aquel día, nunca falté a una sola de las brillantes clases en las que la profesora Salas nos iba desvelando los secretos de una joven disciplina científica llamada a cambiar los conceptos sobre nuestra vida y la de todas las criaturas con las que convivimos en el planeta de los genes. Al acabar el curso, comprendí que su entusiasmo científico y su pasión docente derivaban de un hecho muy singular. Margarita había contribuido de manera directa, con su talento y con sus propias manos, al diseño y realización de varios experimentos que representaron hitos decisivos en el progreso de la Bioquímica y de la Biología Molecular. El curso académico terminó, pero mi relación con Margarita y después con Eladio Viñuela –su compañero en la vida y en la ciencia— siguió creciendo.
Margarita fue guiándome en todos y cada uno de los pasos de mi carrera científica, y en el camino aprendí muchas lecciones de su biografía personal y profesional. Mientras escribo, me doy cuenta de que recorrer su vida es como viajar por la propia historia de nuestra disciplina. Margarita Salas estudió Ciencias Químicas en la Universidad Complutense y realizó su tesis doctoral en el Instituto Gregorio Marañón bajo la dirección del Profesor Alberto Sols. Allí aprendió los fundamentos de la Enzimología y llevó a cabo su primera contribución científica importante, al descubrir una glucoquinasa implicada en la fosforilación de la glucosa en el hígado. En 1964, Margarita se trasladó a Nueva York al laboratorio del Profesor Severo Ochoa —que se encontraba inmerso en el desciframiento del código genético— y allí realizó varios trabajos que quedaron inscritos para siempre en los libros, en las enciclopedias y en las wikipedias. Así, Margarita participó en la determinación de la dirección de lectura del mensaje genético, identificó diversos factores implicados en la biosíntesis de proteínas, describió la presencia de formilmetionina como iniciador de las proteínas bacterianas y demostró que el triplete UAA da lugar a la terminación de la cadena polipeptídica.
Tras concluir esta brillante etapa de su carrera científica, y en circunstancias que no se aventuraban nada sencillas, en 1967 Margarita y Eladio decidieron regresar a España para, juntos, organizar el primer laboratorio de Biología Molecular de nuestro país. El tema de trabajo que escogieron fue el estudio del bacteriófago O29. Con su elección, continuaron la tradición inaugurada por los pioneros de esta disciplina, que intuyeron que bajo las diversas expresiones de vida debían subyacer principios biológicos comunes y utilizaron organismos sencillos en su búsqueda de las leyes que rigen el comportamiento de la materia viva. Tras abordar juntos el estudio de los mecanismos de morfogénesis del fago O29, Eladio acudió a la llamada de su tierra extremeña para afrontar el problema de la peste porcina africana, mientras que Margarita comenzó el estudio de la replicación del ADN de este virus bacteriano. Su labor en este campo tuvo desde entonces una amplitud extraordinaria, revelando la existencia de un nuevo mecanismo de iniciación de la replicación mediado por la proteína terminal del fago y demostrando que se puede sintetizar in vitro su ADN completo, utilizando esta proteína y la ADN polimerasa viral como únicos componentes proteicos. Asimismo, el trabajo de Margarita y sus extraordinarios discípulos y colaboradores les permitió amplificar en condiciones isotérmicas el ADN completo de O29 y generar una molécula plenamente infectiva.
Margarita Salas cerraba así el círculo simbólico que comenzó a trazar su maestro el Profesor Ochoa, cuando hace más de sesenta años, su descubrimiento de la polinucleótido fosforilasa abrió el camino hacia la síntesis en el laboratorio de los ácidos nucleicos. Por último, y más allá de estos estudios básicos, la labor de Margarita Salas y su grupo ha tenido una notable repercusión biotecnológica y económica. En efecto, las diversas formas recombinantes de la ADN polimerasa de O29 producidas en su laboratorio y en el de su brillante discípulo Luis Blanco se utilizan hoy en diversos campos, incluyendo los grandes proyectos internacionales de secuenciación de genomas del cáncer, que están mejorando nuestra comprensión de una enfermedad que hace sentir muy cercana la vulnerabilidad humana.
Fue guiándome en todos los pasos de mi carrera y aprendí muchas lecciones de su biografía
Durante su tiempo en el mundo, Margarita Salas publicó varios centenares de artículos científicos, dirigió decenas de tesis doctorales y asumió múltiples responsabilidades de gestión científica. Recibió por ello importantes galardones científicos y sociales, pero ninguno, absolutamente ninguno, es comparable a lo que en mi opinión fue su logro fundamental: la unánime admiración y el infinito cariño que generó en los que fuimos sus alumnos y sus discípulos en la vida y en la ciencia. Cuando a su debido tiempo nos llegue el momento de la introspección final antes de entrar en el Gran Mar de la nada y del silencio, muy pocas vidas podrán igualar este excepcional logro de Margarita. Ahora, en medio de la tristeza por su ausencia, su querida hija Lucía y su no menos querida hermana Marisa deberán encontrar alivio en el recuerdo de esta especial singularidad que Margarita alcanzó en su paso por la vida. Ella fue siempre un ejemplo, un modelo y un icono para muchos, incluso para los que nada sabían de la ciencia y de sus alrededores. Reflexionando sobre ello, creo que este hecho solo fue posible por su capacidad de clonar y amplificar isotérmicamente —y sin usar polimerasa alguna— estas palabras de Einstein: «Dar ejemplo no es una manera de influir sobre los demás, es la única manera». Ejemplo, una palabra apropiada que justifica una vida entera. Margarita dio ejemplo máximo de rigor, de honestidad y de compromiso en todas las actividades científicas y ante todas las dificultades que la vida y la entropía le fueron presentando.
Hoy, cuando todavía permanece intacto el frío que un cercano día de noviembre trajo un viento japonés a mi exilio interior, vuelvo de nuevo atrás en el tiempo invocando a la memoria y a los factores retrotemporales de Yamanaka. Llego puntual al lugar de partida y observo con sorprendente nitidez al que entonces era yo mismo —porque ahora yo es otro— escuchando con distraída atención las suaves y firmes palabras de una joven profesora que hablaba sobre la ciencia de la vida. Aquellas palabras cambiaron mi propia vida y también la de muchos otros que, con desigual fortuna, hemos dedicado nuestro tiempo a intentar seguir el ejemplo de Margarita. Su legado es todavía difícil de evaluar, pues los intangibles del mundo científico no contribuyen al índice de Hirsch por la complejidad de su cuantificación, que es tanta como la de intentar medir las verdaderas emociones humanas. Pero cuando pase un tiempo y los algoritmos se perfeccionen, conviertan los datos en relatos e incluyan el valor del impacto positivo que cada ser humano deja en el alma de todos aquellos con los que ha interaccionado, el mapa vital de Margarita será brillante y gigante. Allí, aparecerá dibujado en código multicolor un universo pleno de entrelazamientos cuánticos macroscópicos que mantendrá conectados para siempre a todos los que nos asombramos con sus palabras, a todos los que nos conmovimos con su ejemplo y, en definitiva, a todos los que la quisimos.
Noli timere Margarita, dejas atrás el ruido del mundo, pero las polimerasas que creaste seguirán tomando mil decisiones por segundo e impulsarán nuevos conocimientos que regalarán vida. Noli timere Margarita, los discípulos que formaste secundarán y ampliarán tus pasos, y cuando la desmotivación acuda buscarán la brecha de Cohen que hay en todo y por la que al final dicen que acaba entrando de nuevo la luz. Noli timere Margarita, sabemos que nunca te gustó el frío, pero estamos convencidos de que —en tu recién iniciado periplo por la espuma del tiempo hasta alcanzar la plena sabiduría— el entrañable profesor Keating ya te habrá acercado una manta de las que tapan de verdad los pies y generan calor y armonía. Y, por último, noli timere Margarita, porque mientras continuemos subiendo y bajando por la montaña rusa de nuestra particular existencia recordaremos tu voz, tus palabras, tu mirada, tu austeridad, tu dignidad y tu ejemplo. Y por favor, cuando un día cualquiera de un noviembre cualquiera llegues al lugar donde acaban los vientos y comienza el silencio, avísanos, enséñanos lo que has aprendido en tu largo viaje al infinito y cuéntanos si Joan Miró te ha mostrado ya cómo es la estela que deja en el aire un ave cuando vuela.
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