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ana ranera / juan vega
Domingo, 2 de mayo 2021, 01:18
Son la raíz de la que nacen extensas familias, y todas ellas son bisabuelas que celebrarán hoy el Día de la Madre reunidas con los suyos. Tres generaciones de mujeres -la cuarta aún no puede- reflexionan sobre cómo ha cambiado la maternidad a lo largo del último siglo. Porque nada es ahora lo que fue cuando ellas se lanzaron a la aventura de tener a su primer hijo. Lo hicieron después de infancias de trabajo duro, en una Asturias que, en algunos lugares, ni siquiera tenía agua corriente. Lo hicieron siendo muy jóvenes y sin haber vivido libertades que, hoy por hoy, se dan por sentadas. Todas ellas han conseguido dejar en sus hijos, en sus nietos y, ahora ya, en sus biznietos, sus lecciones de lucha y de superación; las historias de unas vidas que no fueron fáciles, pero que las hicieron pelear contra viento y marea con tal de ver crecer a los suyos.
Hace ya algo más de cincuenta años de la primera vez que Tiki Cardo pisó los caminos de El Muselín. El barrio, de aquella, no era lo que es hoy, todavía no tenía agua corriente y las comodidades, más bien, brillaban por su ausencia. Ella llegó allí veinteañera, después de una vida cruda en la que tuvo que reunir muchas fuerzas para que no faltara nunca la comida en la mesa. Dice que no recuerda cuándo empezó a trabajar, pero no es por un baile de fechas, es que lo hizo desde que antes de que su memoria se empezara a forjar. «Nací en una época de hambre. Con siete años ya me iba al monte a cuidar ovejas», explica. «Trabajábamos todos como mulas. Luego ya, con catorce años, me vine a Oviedo a cuidar niños y lloraba al acordarme de mi madre», cuenta. Ahora se ríe, sí, pero ha tenido que pasar el tiempo. Es capaz de hacerlo porque, a su lado, tiene a las tres generaciones que la siguen, sus motivos de felicidad. «Tuve a mi hija con veintiuno», apunta. «En tres años y medio tuve tres hijos». A todo eso se enfrentó sola porque su marido trabajaba fuera.
La parte positiva de esa maternidad temprana es que con pocos años ya se liberó de los muchísimos quehaceres que dan los niños, aunque llegaron los nietos. «Yo tuve también a mi hija con veintiuno», indica Marta Molina. «Fue muy rápido todo y, a los seis meses de tenerla, ya me puse a trabajar», recuerda. Fue «una época muy estresante», el tiempo corría y ella tenía que ir más deprisa a todas partes. Quizá algún día llegara tarde, pero lo que cala entre los recuerdos es que siempre estuvo.
Desiré Fernández, la tercera de este clan, esperó un poco más, -tampoco mucho- hasta los veintisiete, y también decidió quedarse en su Muselín. «Mi marido es camionero, así que está toda la semana fuera». Allí no está sola porque tiene en las puertas de al lado a su madre y a su abuela. «La bisabuela me echa una mano, un brazo y casi una pierna», cuenta. Desiré tiene la suerte de que teletrabaja y eso le permite algo más de flexibilidad para cuidar a Valeria, de trece meses. «Eso me ayuda a compaginar mejor el trabajo de dentro y el de fuera de casa», señala.
Con cuatro generaciones juntas y unidas, se ve muy bien cómo ha cambiado la maternidad y también la manera de vivir la infancia. «Ahora se da importancia a otras cosas como la educación emocional», apunta Desiré. Tiki recuerda entonces asuntos como el 'baby-led weaning' (dejar al bebé comer de forma autónoma con sus propias manos) o, dicho de otro modo, «cosas que se me escapan». No es la única a la que le suena a chino, eso seguro.
La bisabuela lo cuenta mirando a la alegría de su vida, su Valeria, viviendo con todas las comodidades, y se le sale el orgullo. Mérito suyo que haya mejorado tanto la vida de una generación a otra, que su hija, Marta, ya haya vivido una niñez tranquila, como la de Desiré y como lo está siendo la de la peque, con todo el futuro por delante para alcanzar cualquier meta.
Dice la abuela que ser madre joven «es genial», tanto que hasta recuerda juergas con su hija. Pero lo mejor de todo, para ellas, es estar disfrutándose tanto, tantísimo, y durante más tiempo del habitual. Allí, en su camino del Muselín, se respira la alegría de estas cuatro generaciones que luchan por el porvenir y por mantener vivos los recuerdos. De hecho, Valeria tiene hasta tatarabuela, pero ahí la memoria ya se empieza a quebrar.
En casa de Matilde García-Mauriño, ahora, se respira la calma. Durante mucho tiempo, el silencio fue imposible de conseguir en ese hogar en el que crió a sus trece hijos, en el que luego se refugiaron sus diecisiete nietos y en el que, en los últimos años, juegan sus cinco biznietos. Ella se casó a los veintiuno y, «en dieciséis años, vinieron catorce hijos». Toda una proeza, impensable hoy en día, a la que resta importancia. «Siendo familia numerosa, resulta más fácil transmitir una serie de valores. Los hijos se hacen más solidarios porque juegan juntos, comparten habitación y se vigilan unos a otros», cuenta.
Ella lo tuvo siempre claro: «Nadie debe creer que un hijo es un brazo suyo. Son seres independientes y tenemos que tratarlos con severidad y con flexibilidad cariñosa, pero siempre respetando la libertad que Dios les dio», considera. «Habrá madres que sean más melosas que yo. Igual mis hijos echaron en falta ese abrazo de osa, pero yo no había vivido esa educación afectiva porque me quedé huérfana muy niña», explica.
Con más o menos achuchones, Matilde se desvivió por su prole, de eso no cabe duda. «Cuando enviudé, me volqué todo lo que pude», recuerda. Tenía entonces 46 años y una administración de lotería, porque aún sumaba «once hijos menores de edad». «La pequeña se subía a una silla para llamarme por teléfono y preguntarme cuándo iba a volver a casa y a mí se me rompía el corazón», recuerda.
Le faltaban las horas en el día para hacer todo lo que quería, pero siempre lo acababa logrando. «Combinar el trabajo de casa con el de fuera es una tarea difícil, es un jeroglífico a resolver», opina. Y eso que a ella nunca le faltaron las fuerzas «porque, teniendo a Dios, se sacan de flaqueza».
A Matilde se le escapa la energía de dentro, incluso ahora, a sus noventa años. «Vivir es un salto de obstáculos, que nadie crea que, al saltar uno, ya todo es llano». No puede tener más razón, y lo mejor es que la vida le está compensando todos aquellos esfuerzos con las reuniones de hijos, nietos y biznietos, cocinando para ellos y disfrutando de las celebraciones que, en esta casa, son constantes. «Todos los meses hay algún santo, cumpleaños o alguna excusa para reunirnos». Lo complicado de esos encuentros es salir todos en esas fotos multitudinarias en las que parece mentira que sean de la misma familia.
Matilde es feliz recordándolas porque, «si los hijos son cariñosos, los nietos lo son más. Los quiero muchísimo a todos», asegura. Además, tiene la suerte de que once de sus hijos vivan en Gijón y ocho de sus nietos, así que está bien acompañada.
Una de las que está siempre a su lado es su nieta Carmen Capelastegui, madre de una niña de seis años y de un niño de tres. Ella considera que es «muy difícil formar una familia en Asturias», pero siempre tuvo claro que quería hacer su vida aquí, aunque le exigiera muchos esfuerzos. «Tanto mi marido como yo trabajamos los dos a brazo partido y a los niños queremos dedicarles mucho tiempo y crearles un entorno muy familiar», explica.
Por eso, en sus planes, siempre están incluidas las visitas a tíos, primos y a cualquier miembro del clan. «A mis hijos la familia les crea mucha diversión», explica. Y eso que, al principio, les costaba retener los nombres de todos esos que, para ellos, son tíos abuelos y tíos segundos. «Los hijos son unidades propias y únicas a las que hay que dar una red de soporte para desarrollarse».
Carmen, además, trabaja con su madre lo que la lleva a compaginar «vida profesional y familiar las 24 horas, los 365 días». No se le da mal hacerlo, aunque no tan bien como a su abuela que derrocha fuerza como muy pocos a su edad, tanto que acaba de publicar un nuevo libro, 'La yihad de Almanzor'. Es admirable.
Ellas coinciden en que la maternidad cambió, pero Matilde y Carmen, llevándose casi sesenta años, le dan el mismo significado a la familia y la consideran su prioridad. No tienen duda.
La infancia, hace 73 años, no existía, al menos, para la mayoría. Ese lujo de matar el tiempo con la vida que da jugar entre amigos y ser ajeno a una realidad que asusta llegó ya unos cuantos años más tarde. Antonia Rodríguez se crió en un pueblo coruñés, fue hija de un marinero y, como casi todos los niños de aquellos años, apenas pudo ir a la escuela. «Tenía que ayudar en casa, se iba a la huerta y cuidaba al ganado mientras su padre estaba embarcado», recuerda ahora su nieta, Sheyla González.
A los diecisiete años, conoció al que sería su marido, se casaron y se vinieron a vivir a Piedeloro, en Carreño, para empezar rápidamente una vida de cambios que la llevó a tener su primer hijo a los diecinueve y, a la segunda, a los veintiuno. Un día a día vertiginoso que compaginaba con sus labores de costura y con una ausencia de libertad en la juventud, común para aquellos tiempos, pero que hoy sería impensable. «No pudo estudiar ni ir a una discoteca ni todas esas cosas tan normales para hoy en día».
Porque las tornas han cambiado -y muchísimo- y las prioridades, también. «Antes los padres querían que sus hijos se pusieran a trabajar cuanto antes», reflexiona González. Aunque, más que querer, lo necesitaban para salir adelante.
Además, las relaciones se han transformado. «Ahora hay mucha más confianza y mucha más cercanía. Hoy por hoy, los padres educamos en positivo, mientras que antes los niños prácticamente se criaban solos y, si no, con una vecina». Eso ha evolucionado no solo para las nuevas generaciones, también para las de entonces, porque Antonia con sus nietos ya no fue así: «Tuvo una relación mucho más próxima con nosotros».
Su hija, Clara Irene García, ya fue al colegio, un logro para una madre que no tuvo esa oportunidad ni muchas otras. También conoció pronto al que sería su marido, a los dieciséis, y se puso a trabajar en una cafetería. Ella tampoco quiso esperar, prisas juveniles, y se casó a los dieciocho para, un año después, tener entre sus brazos a Sheyla, su primera hija. «Siguió trabajando hasta que nació mi hermana Alba, dos años más tarde, entonces lo dejó. Después, lo retomó para pagarme los estudios de Periodismo», explica Sheyla.
Con la experiencia de la maternidad temprana en casa, ella, la tercera generación, no quiso ser menos y, a los veinticuatro, tuvo a su hijo, Aleix, porque, aunque los tiempos fueran distintos, ella tenía claras sus ideas. «Siempre quise ser madre joven, de hecho, hice el último examen de la carrera muy embarazada», recuerda. El niño nació en enero y, en marzo, ella ya empezó a trabajar. «Si hubiera esperado unos meses, igual ya no me hubiera atrevido a tenerlo, así que no me arrepentí», indica.
Además de que nacer tan pronto, le permitió al peque tener una abuela de 43 y una bisabuela de 64, algo muy difícil de encontrar. «Eso permite disfrutar mucho más de la familia. La abuela tiene edad de ser la madre y es de las que se tiran por los suelos a jugar con el niño», explica. Y no es el único biznieto, también están con él Naia, de cinco años, y Lía, de dos. Tres niños que ya están creciendo con «todas las comodidades» y con una infancia «de juegos» que se combina con el día a día de cole que 'la bisa' no pudo tener.
Sobre todo, estos tres niños están viviendo con una inocencia que Antonia no vio ni siquiera de lejos porque tocaba trabajar y pelear hasta la extenuación, para rebajar un poco el gris de los años cincuenta en un pueblo gallego.
Ahora que esta bisabuela podría pararse y disfrutar, la memoria la traiciona. Es joven todavía, pero el Alzhéimer no perdona y hace estragos. La suerte, por buscarla, es que antes de enfermar pudo disfrutar muchos años de sus nietas y ver nacer a la cuarta generación de una familia que. ahora, le está devolviendo todo lo que trabajó, guardando todos sus recuerdos, los que a ella ya se le nublan.
Decía Bob Dylan en 1963 que los tiempos estaban cambiando ('The Times They Are A-Changin'). No se equivocaba. Y es que nunca han dejado de hacerlo y por eso la realidad de una generación siempre ha chocado de manera abrupta con la anterior. Es el caso de Ovidia Serrano, una sierense de 91 años que hace apenas tres meses tuvo la suerte de ser bisabuela. En casi un siglo el mundo ha cambiado de manera proporcional a lo que lo han hecho las personas y, por ende, la concepción de la maternidad. En una España en estado de efervescencia llegó al mundo Ovidia, a principios de la década de los años treinta. Nunca pudo imaginar que su Carbayín natal se convertiría en menos de un lustro en uno de los epicentros de confrontación entre las dos principales ideologías políticas del momento. Un hecho que marcó sin duda su relación con su familia, especialmente con su madre, que se quedó viuda al poco tiempo con 11 hijos a su cargo. «Antes las madres no se volcaban tanto con sus hijos como ahora, porque las prioridades eran completamente diferentes; básicamente, te criabas sola», explica.
Y es que las circunstancias han cambiado mucho. A la temprana edad de seis años tuvo que poner rumbo a Cataluña para huir de los bombazos de la artillería del bando sublevado, en una guerra civil aún en sus primeros compases. En la pequeña localidad de Figueras le pilló un bombardeo, algo que, asegura, nunca olvidará: «Éramos pequeños y nos hicieron morder muy fuerte un palo para que nos reventasen los oídos». El devenir del bando republicano en el conflicto nacional le obligó a embarcarse en un periplo a Francia, que en 1789 había sembrado la semilla de la libertad popular con su revolución. A su vuelta al Principado su situación no mejoró y el fantasma del bando perdedor les persiguió un tiempo. Tanto que su madre estuvo encarcelada en Oviedo, durante 5 años.
Por suerte, su hija, Nati Quirós, de 65 años, no tuvo la misma infancia. Asegura haber vivido una época en la que la relación con su madre se marcaba por la férrea situación que también se vivía en España. «En casa primaba el respeto y había menos desapego que antaño, pero también pasamos mucho tiempo en la calle», asegura. «No es que se quisiese menos que ahora, simplemente se quería de una manera diferente», matiza. Sin embargo, todo cambió para ella a mediados de los 70 con la muerte del dictador: «Se abrió una ventana a la actualidad y fueron muchos años en los que pude estar muy pendiente de mis hijos, Juan y Rufi, pero la crisis de 2008 supuso un punto de inflexión».
En esa situación se encuentra María Menéndez, esposa de Juan Riestra, uno de los hijos de Nati. A sus 37 años acaba de ser madre hace tan solo tres meses. La pequeña Lara, al igual que su bisabuela, ha nacido en una época convulsa, en medio de una pandemia mundial. La situación ha cambiado hasta tal punto que su madre asegura que en estos momentos su vida es casi imposible de compaginar con la maternidad: «Ahora tenemos que trabajar y turnarnos en casa; me apena no poder dedicarle el mismo tiempo que nos dedicaba mi madre».
Casi un siglo de vida separa a Ovidia Serrano de su biznieta Lara Riesta. En ese tiempo, la concepción de la maternidad ha dado varios giros radicales y lo seguirá haciendo, porque, como decía Bob Dylan, los tiempos están cambiando.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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