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AZAHARA VILLACORTA
GIJÓN.
Domingo, 1 de septiembre 2019, 03:53
Alejandro Díaz Castaño (Bimenes, 1979) está a punto de cumplir cuarenta palos a medio camino entre el yin y el yang, entre la luz y el lado oscuro, con planes de sentar la cabeza y ganas de seguir cantando en karaokes como si no ... hubiera un mañana, uno de sus grandes vicios confesables: «Lo importante es mantener el espíritu juvenil. Intento apaisanarme lo menos posible y además, los cuarenta son los nuevos treinta, los treinta los nuevos veinte... ¿los veinte los nuevos diez?». Oscilando siempre «entre el bien y las malas compañías», una afición que empezó a cultivar desde la infancia en su pueblo, El Rebollu, donde no había cines «y hasta el campo de fútbol estaba empinado», pero sí cintas de VHS en versión original que le pasaba un primo como si fuesen droga dura.
Así que, en cuanto pudo, aquel guaje yerbatu hijo de minero y ama de casa que ya había caído en las garras del séptimo arte se mudó a La Pola y, de ahí, a Xixón, siguiendo los pasos de su hermano mayor, ingeniero. Una ciudad que no era Hollywood, pero a él se lo parecía por «la cantidad de salas que había de aquella». «Estudié Ingeniería Informática y hasta trabajé en una academia en Nava en la que impartía clases», recuerda quien iba para programador informático pero terminó como programador de cine.
«En el año 2000 creamos una web que se llamaba 'Sunrise', la primera revista digital sobre cine en Asturias y de las primeras de España», recuerda. Y, de ahí, al FICX, donde empezó desde abajo, en el periódico del certamen, en 2009. Hasta que, hace dos años y medio, se puso al frente del festival tras ganar un concurso y ya prepara la próxima edición, que tendrá lugar el próximo noviembre, con la misma filosofía de combinar «el cine radical con el luminoso». Y, para eso, «es importante ver también películas comerciales, saber qué es lo que disfruta la gente. Para no encerrarnos en la torre de marfil, en nuestro cine de autor. Yo, por ejemplo, no me pierdo ninguna de 'Star Wars'», confiesa.
En total, calcula que visionará alrededor de 1.200 cintas al año. Haciendo una cuenta simple, salen más de tres al día. «Aunque no todas enteras». Una tarea «muy esclava» que le ocupa la mayor parte de las horas por más que él intente ir a hacer alguna caminata por el monte o por la costa. Pero casi nunca hay manera. Porque, además, «cada vez trabajamos más. Con esto de las redes sociales, estamos metidos en un bucle, en una espiral de autoexigencia de la que muchas veces no sabemos salir. El otro día me llamó el director del Festival de San Sebastián a las doce y media de la noche como algo perfectamente normal y yo le contesté tranquilamente. ¡A las doce y media!».
Y, además -reflexiona-, comunicarse a través de ellas «requiere utilizar el lenguaje que utilizan los nuevos públicos, los códigos de los más jóvenes que, aunque nos empeñemos, nosotros ya no dominamos».
Ahí es donde más nota Alejandro que se está convirtiendo «en un viejoven». En eso y en que «ha llegado el momento de la verdad». Ese en el que hay que ir decidiendo si se tiene o no se tiene descendencia a quien legarle las cintas de vídeo que todavía conserva, si el mundo de la noche necesita un Travolta o un padre responsable que acune al retoño cuando tenga un berrinche. «Mejor no pensarlo mucho, porque nunca es un buen momento para tener un hijo y conciliar. Además, antes la gente tenía seis, siete, ocho... y salían adelante. No sé cómo, pero salían».
Mientras el desenlace de este guion llega, él no tiene tiempo casi ni de respirar. «No tengo tiempo ni para la crisis de los cuarenta», bromea este hombre que, con seis o siete años, se quedó «flipando» con aquella serie titulada 'Alfred Hitchcock Presenta' y que, si tuviese que elegir vivir una película, «sería una de David Lynch, pero solo para un ratito. Me fascinan los creadores capaces de imaginar un universo propio», cuenta desde su barrio, Cimavilla, donde nos cita en la cafetería Brisamar, una galaxia kitsch en sí misma donde el reloj parece haberse detenido. Un lugar en versión original a muy poca distancia del antiguo cine Brisamar, meca del arte y ensayo, donde le gusta desayunar los fines de semana.
«Y, si tengo que hacer una llamada importante o comprometida, bajo a la plaza de la Soledad».
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