Entre estas ‹‹haes››, en una herida abierta en la caliza, cura Juan el Quesu Gamonéu. Él, como otros tantos -cada vez menos- es depositario de una cultura y de una forma de vida en vías de extinción. Según él, ‹‹el Gamonéu é del tiempu ... la cotoya››. Desde estas cuevas, miles de años nos contemplan.
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Ciertamente, la presencia de formas de pastoreo en Los Picos de Europa se remonta al periodo neolítico. Sus antecedentes, la depredación y la pesca, darán paso hace unos 7000 años y de manera paulatina a las primeras fórmulas de pastoreo. La huella de los hombres en los relieves más amables de estas cumbres, formadas por el retroceso de gigantescos glaciares primitivos, se remonta, por tanto, muy atrás en el tiempo.
Los pueblos que salpican las geografías más bajas de los Concejos de Cangas de Onís y Onís, ubicados en los valles donde la vida se hace más sencilla, bordean, como una corona de pequeñas colectividades, las altas cimas y las cordilleras de los macizos. En estas, superadas las dificultades del terreno, se topan los pastos más óptimos, a cuya busca se encaminaron hace siglos los autóctonos. La calidad de las hierbas que brotan «en puertu» era, según contaban, reconocible por los antiguos ganaderos, capaces de detectar en qué zona habían pisado sus vacas, únicamente probando la leche. El sustento a esas alturas otorga un sabor y aroma peculiares a la leche de los animales que las vegetan, conservando esa calidad durante la transformación de la materia láctica. Las decisiones tomadas en estas economías de subsistencia suelen estar bien razonadas y, las diferencias, son notables: mientras los rebaños de la Vega de Ariu dan, por cada 5 litros de leche, 1 kg de queso, la proporción empeora en los valles: 1 kg por cada 10 litros. Es esa diferenciación entre la ‹‹pación›› en la cotas más altas la que hace que sea necesario distinguir dos tipos de Gamonéu: el del Valle, fabricado en los concejos de Onís y Cangas de Onís y cuya DOP conforman 18 queserías actualmente; y, por otro lado, el del Puertu, en cuyas majadas tan solo quedan 5 productores y la fabricación se limita únicamente a los meses que se suceden entre el final de la primavera y la emergencia del otoño.
No se sabe exactamente en qué momento se comienza a producir este curioso queso, pero la elaboración del mismo nace necesariamente de la escasez, de esa pulsión de hambre que excitó el instinto y el conocimiento de los hombres y que atravesó, con ellos, los siglos. Con más razón a esas alturas. El queso, en sí mismo y desde sus primeros elaboradores, hace más de 5000 años, no deja de ser una forma más de aprovechamiento alimenticio. Las labores de ordeño son obligadas y la transformación del excedente de leche en kilogramos de queso es una manera de almacenar la proteína. Lo definió Ramón Gómez de la Serna: «el queso es la inmortalidad de la leche».
A esta parte de la cordillera, la actividad quesera estuvo ligada desde el principio al ganado caprino. Las razones parecen obvias: desde las cortantes paredes de Los Beyos al resto de ariscas elevaciones en toda la zona de Picos de Europa, las cabras dominan, saltan y sobreviven mejor que otros animales, incluso dan nombre a algún concejo. Existe una gran variedad de quesos en la zona suroriental asturiana y todos llevan necesariamente un porcentaje mínimo de leche de cabra. En el caso del que nos ocupa, la mezcla ha contener, al menos, dos de los tres tipos.
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La actividad ganadera en Los Picos de Europa se ha encargado históricamente de mantener los montes tal y como los conocemos, de peinar las majadas, mantener a raya a la maleza y, otrora, también a otros competidores como el lobo. Los veranos en el puerto eran, también, festivos. Fana, Gumartini, Belbín, Uberdón, Teón… Cerca de un millar de pastores comenzaban, con sus familias, la ascensión a estas majadas a finales de la primavera. Prácticamente se vaciaban algunos pueblos al pie de los macizos y se constituían pueblos provisionales a mil metros de altura. Transportaban sus vidas de abajo arriba y allí pasaban los veranos, hombres y mujeres. Fundamentales fueron estas últimas en todas las tareas diarias; y encargadas reales, en muchas ocasiones, del proceso de elaboración: mezclan, desueran y ‹‹esmigayan›› el producto. También prenden el fuego y ahúman, generando una película que impide la penetración del famoso ‹‹penicilium››, al que en Cabrales sí dejan pasar. Tras semanas de ahumado, el afinado toca en alguna de las numerosísimas cuevas que perforan los montes. Hasta bien entrado el siglo XX, avanzada su segunda mitad, cuando el Gamonéu comienza a adquirir una mayor importancia y el mercado va penetrando también más allá de Covadonga, el queso tenía dos destinos: el autoconsumo y el trueque.
Hoy son varias las amenazas para este peculiar mundo de altura: las transformaciones económicas y sociales de las últimas décadas hacen poco atractiva la actividad para los jóvenes, antaño perpetuadores de la tarea; la pujanza de un ecologismo aquejado de cierta miopía, que pretende convertir la cultura pastoril de estas montañas en una fotografía decimonónica, también hace que, de no darse un relevo generacional cada vez más acuciante, nombres como Teón o Gumartini pasen únicamente a engrosar la lista de monumentos en las guías turísticas; y, por último, la falta de entendimiento, sostenida en el tiempo, entre los pastores y la administración. Siempre ha existido entre estas comunidades cierta tendencia a la autogestión, conocedores como son de la tierra en la que viven. Lo resume la canción: «que nos picos d′Europa nun hai tres partes/ nin tenemos más patria qu′estes montañes/ nin más fronteres que les del aire».
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