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Tenía pocos años, iba descalzo y tenía lugar de reunión fijo. Así era el pillo 'random', que diríamos ahora, de la segunda mitad del siglo XIX, según recordaba Fabricio hace hoy 125 años en EL COMERCIO. Decía el cronista que en su niñez «era muy notable el barrio de la Rueda por los granujas que en él se reunían para provocar a los transeúntes, jugar a la yesca y poner lamparillas al que tuviera la desgracia de dormirse en la vía pública». Se trataba este invento de «una cabeza de fósforo, que le ponían al durmiente sobre las carnes para prenderle fuego». Por fortuna, esa travesura ya no divertía al pillo finisecular, más fino y sin barrio fijo.
Otras cosas no habían cambiado en las décadas que mediaban de la infancia de Fabricio a 1897. Los pillos, decía, eran «de todos gustos y edades, desde el chiquitín a quien abandonan los padres, poniéndole un cesto al brazo, hasta el escolar, que se escapa de casa y pira la escuela; y desde el zascandil, zurcidor de gustos y tentador de voluntades, hasta el haragán, que después de ensayar dos mil oficios, ninguno halla mejor que el de cerero». Iban descalzos y aprovechando «los calzones de sus mayores, recortándoles las perneras y estrechándolos con la correspondiente lorza en la culera. Los calzones de botón atrás pasaron a la historia; pero no es raro encontrar granujas embutidos en cortas bragas y tan angostas, que estalladas por detrás dejen ver los arambeles de la camisa».
Si eran elegantes, llevaban chaquetas, «atadas con cuerdas y las mangas remangadas cuando procede de una herencia»; y lo último en pillería, lo más moderno, era gastar gorra en lugar de boina. «en cambio, ¡ay de aquel que se presente ante sus colegas con un chapín, sobre todo si es bombín como el que gastan los chuletos!». Y tenían hasta lenguaje propio: llamaban 'chirona' a la escuela y a la cárcel, 'bracu' al aldeano y 'peludo' al pasante escolar. Una dura realidad aquella, más allá de las modas o léxicos peculiares, en la que en las calles de Gijón, ya fuera en lo que hoy es El Carmen o no, abundaban los muchachos 'golfos' que comían «cortezas de pan con cebolla» porque no tenían para más.
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