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Arantxa Margolles
Lunes, 9 de julio 2018, 17:02
La noticia se lanzó el 19 de septiembre del 58, hace ya sesenta veranos. Cecilio Oliver, a la sazón alcalde de Xixón, aprovechó un Congreso Mundial de Sociedades Asturianas a lo largo del mundo (aunque, especialmente, en Cuba) para arrojar la idea de «elevar en el Musel un monumento dedicado a la Madre del Emigrante». En aquel evento -al que EL COMERCIO envió, por cierto, una corresponsal mujer: Lucía Martín- había cualquier cosa menos pocos indianos retornados, nostálgicos de sus progenitoras y con dinero en el bolsillo. Así que se decidió en pocos minutos, diríamos hoy que «a golpe de tuit», que se construiría, efectivamente, una estatua en homenaje a aquellas madres anegadas que un día, muchas décadas atrás, habían despedido a sus hijos a la orilla del mar, llorosas ante un futuro incierto y, muchas veces, también peligroso. El primer suscriptor lo hizo a lo grande: Arrinda, «emigrado de Perlora», puso mil duros sobre la mesa; otros tantos Timoteo Riaño y Severino Suárez y, con las aportaciones del propio Oliver y del secretario del Consistorio gijonés, aquel primer día de gestación de la Madre del Emigrante se consiguieron juntar hasta 17.000 pesetas.
Parecía, es verdad, una cosa fácil. Poco imaginaban aquellos indianos que el proyecto tardaría en materializarse ni más ni menos que… doce años.
Porque lo nacional, o no, fue la primera polémica de las muchas que giraron en torno a una estatua que aún ni existía. El 29 de noviembre de 1958 se reunió la primera Comisión del Monumento a la Madre del Emigrante, compuesta por los abogados Fernando Díez Blanco y Carmen Menéndez Manjón; por el director de la Oficina de América, Francisco Javier Esplago; el concejal José Ornia y dos más: Bedriñana y Royo. Decidieron que el monumento habría de ser dedicado «solo a la región asturiana» y no al conjunto de los emigrados españoles y que, además, sería conveniente que su autor fuera un artista asturiano. Muerto muy poco antes Manolo Laviada -el autor del monumento a Clarín en el ovetense Campo de San Francisco y de los «héroes del Simancas» en La Inmaculada- se apuntó como opción al cangués Gerardo Zaragoza, autor del hercúleo Pelayo de Covadonga.
Ninguno de los dos fue. La polémica por la regionalidad o no de los emigrados a homenajear y los acontecimientos históricos (poco más de un mes después estalló la Revolución en Cuba) frenaron el proyecto, paralelo, además, a una calle denominada «República de Cuba» que, obviamente, no llegó a materializarse. Y, «piano piano», nos plantamos a mediado de los años 60 sin estatua, sin autor y sin sitio para colocarla.
Al menos tres. Siendo ya alcalde Ignacio Bertrand, a principios de 1964 tres artistas presentaron sus proyectos. Fueron rápidamente descartados los de César Montaña y los del arquitecto municipal, y el más renombrado, diseñado por Joaquín Rubio Camín, de seguro le sonará bien al lector. Describamos: previsto para su instalación en el cerro de Rosario Acuña, lo cual lo haría visible desde El Musel, Rubio Camín planeó un monolito de bloques de hormigón puro creando una espiral. Efectivamente: el proyecto, que no fue del gusto del alcalde Bertrand, sería colocado varias décadas más tarde -e infelizmente- en el Paseo de Begoña y, más recientemente, trasladado a la rotonda de Foro. Nuestro «Obelisco» actual estaba llamado a homenajear a las madres de los emigrantes, huyendo de las figuras antropomorfas que, a pesar de todo, seguían prefiriendo los gijoneses.
Y de qué forma. Fuera porque la obra de Rubio no gustase lo suficiente o por otras dificultades más burocráticas que de gusto, la cuestión fue que el proyecto volvió a quedar congelado otros tantos años más, en los cuales recibió EL COMERCIO no pocas cartas sugiriendo cómo debía ser el monumento en cuestión. Concretamente: con falda larga fruncida, tocada por un pañuelo y el busto cubierto por una toquilla y, por supuesto, calzada de madreñas, a tenor de la opinión de una lectora, madre de emigrante también, que escribió al periódico a finales de septiembre del 67. Esa era, para ella y para muchos, la imagen a representar, «y no otra, por muchos atrevimientos y líneas excesivamente modernistas que se presenten, como así ocurre».
«Abuela», sí. Porque la chanza playa pronto empezó a sugerir que aquella madre a la que Oliver había querido homenajear peinaba ya canas y, más que madre, era abuela de tanto esperar a la iniciativa municipal. A mediados de 1968 se decidió que el monumento se situaría donde efectivamente se acabó por colocar: en El Rinconín, allá donde había estado el faro del Piles. El proyecto de Rubio Camín quedó definitivamente rechazado y se fichó al autor definitivo. El cántabro Ramón Muriedas -recientemente fallecido-, se aseguró, haría la estatua para antes de octubre.
Para octubre tampoco estuvo, evidentemente, y José Avelino, en su columna en asturiano en EL COMERCIO, elevó la ascendencia de la Madre del Emigrante hasta a la de bisabuela: «Has tener presente neso del monumento proyetau pa la madre del emigrante, que ya non ye madre, que ye bisagüela. Madre jovencina yera cuando feciestes el proyetu, pero nestos momentos acaba de ser bisagüela por amor de dos fíos que tuvo una nieta que, al parecer, tá casá con un paisano que tuvo pel exranxeru y vieno palmau porque allampiói tou lo que tenía un tal Fidel de per allá lantre»
En 1969 tampoco tuvimos Madre. Sería para el 70, y bien avanzado el año. En el mes de septiembre llegó a Xixón, bien acompañada: con ella se inauguró, en el Campo Valdés, la mucho más clásica estatua de César Augusto. Y estalló la polémica.
A las claras: la estatua no gustó. Desgarradora y de rasgos crueles, representación absoluta e intachable de la desesperación de la madre que ve partir a su hijo hacia tierras desconocidas con la certeza de que, probablemente, no le vuelva a ver, era, quizás, demasiado moderna para que el Xixón de 1970 la entendiera en su plenitud. Se cuestionó, hoy sabemos que injustamente, su mérito artístico y pronto los gijoneses encontraron mote para ella: «la Lloca». Muchos -me remito a Till en «La vida y sus vueltas», que por aquel entonces ya se publicaba en la última de EL COMERCIO- consideraron que era un «resultado chapucero» de las prisas del Consistorio, que empalidecía al lado de la de César Augusto y que, además, le faltaban metros de pedestal.
«¡Me paez que la que va a tener que emigrar voy a ser yo!», ironizaba la Madre del Emigrante en EL COMERCIO del 20 de septiembre de aquel año, en una viñeta de Senén. Pero no lo hizo. Y cuando, poco más de un lustro después, estuvo a punto de desaparecer, nos dimos cuenta los playos de todo lo que perderíamos sin ella.
Fue un once de abril, el de 1976. Una explosión, de la que oficialmente no se llegó a saber el autor o autores (hay quien apunta a grupúsculos de extrema derecha, en aquellos tiempos de Transición poco idílica), dañó el pedestal de la estatua y, siguiendo la tónica general de apatía para con el monumento del Rinconín, el Ayuntamiento no hizo mucho por arreglarla. Debilitada por el atentado, cuando a principios de diciembre un vendaval puso patas arriba toda la ciudad, la estatua se resintió y la Madre se dobló por los tobillos, a punto de estamparse contra el suelo pero, sin embargo, aún unida a su pedestal. Si algo había demostrado la Madre de Muriedas era el ser toda una superviviente.
Así estuvo un mes. Todos los intentos de enderezarla fueron infructuosos y, entre tanto, el pedestal se había convertido en lienzo para las pintadas políticas de uno y otro lado del tablero. Tan polémica fue esta nueva actitud de silencio hacia la Madre del Ayuntamiento que EL COMERCIO hizo un especial informativo que le llevó dos días de acampada frente a los locales municipales donde, finalmente, se trasladó la estatua en enero. Consiguieron fotografiarla, tendida sobre el suelo, en una suerte de metáfora de la muerte de aquella madre tan ansiada pero, a la vez, humillada por los comentarios de sus hijos.
Fue entonces, quizás, cuando comenzamos a añorarla. Y, por tanto, a quererla.
O últimas, que aún las hubo. La restauración de la estatua no la hizo Muriedas, sino Francisco González Macías, con un coste que superaba el de la propia construcción de la estatua y desde el ánimo de quien reconocía públicamente haberla confundido con un «boceto en barro para empezar a trabajar» y que más hubiera querido no tener «nada que ver con ella». Salió en EL COMERCIO del 24 de junio, año 1977. Los resultados de la restauración de Macías, que tardaron bastantes años y nos sitúan, de golpe y porrazo, en los años 80, fueron criticados.
También los ejecutados en 1995, con la estatua ya en mal estado. Se criticó el haber desvirtuado la pieza original y, además, pronto comenzarían a manifestarse otros problemas más serios: en 2004, la Madre del Emigrante corría peligro por haberse podrido, víctima del salitre y de los gamberros, su armazón interna y varias partes de la estatua. Fue el último disgusto, por el momento -y que tarde muchos años-, que tuvo a mal darnos esta Madre, vieja ya pero siempre madre, a la que tan mal hemos tratado por carecer, aparentemente, de belleza. Tampoco la tuvo todo aquello que representa: el éxodo de miles de asturianos en busca de un futuro mejor que no siempre llegó.
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Samantha Acosta | Gijón y Sara Pérez | Gijón
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J. Arrieta | J. Benítez | G. de las Heras | J. Fernández, Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Julia Fernández
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