-kgFC-U601214455569DyH-984x608@El%20Comercio.jpg)
-kgFC-U601214455569DyH-984x608@El%20Comercio.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
Aprestada en masa frente a la desembocadura del río Piles, la multitud se hacía cruces ante la inmensidad de la naturaleza. No la del Cantábrico, aunque sí hubieran sido aquellas aguas las que habían traído la mala (o buena, según se mire) nueva a la villa de Jovellanos, sino a otra de piel cuerosa y brillante, expresión triste y un color gris metalizado que refulgía con los rayos del sol otoñal. Allí, varado en la Salmoriera, el cadáver más grande que los gijoneses hubieran visto jamás se descomponía en loor de multitudes que no parecían tener problema en soportar el hedor que se desprendía de la carne de aquel inmenso rorcual.
No era la primera vez que veíamos una ballena, pero sí fue la primera que fuimos a ver la ballena. Y ocurrió hace hoy exactamente 123 años.
Merecía serlo, porque las crónicas no recordaban presencia alguna de ballenas en Gijón desde hacía casi cuarenta años. De ellas solo quedaban recuerdos vagos y algún que otro nombre popular que aun hoy quiere sonarnos, como el de la Cuesta de las Ballenas. Allí, cuentan, se despiezaban los mamíferos marinos pescados por los buques balleneros de los que en 1895 ya no surcaban en aguas asturianas. Sí, aparentemente, muchas millas más allá, porque a la ballena -quiso la imaginación popular nombrarla así, aunque fuera un rorcual- «pescada» el once de octubre de aquel año por el pesquero «Sultán», la encontraron ya muerta en altamar, con el lomo atravesado por un trozo de arpón.
Aun muerta, los marineros del «Sultán» la transportaron a aguas gijonesas, depositándola en un primer momento a la boya de entrada del puerto, donde la reconoció el director de Sanidad Marítima, con triste resultado: declarada muerta y putrefacta, la ballena fue remolcada a la boya de Torres, donde tocaba esperar a que las autoridades de Marina decidieran un lugar donde poder despiezarla. A esas alturas de la película, el pueblo gijonés ya se había enterado del peculiar suceso y hacía cola para ver al cetáceo a distancia, desde Fomento. Para verlo, sí… pero, sobre todo, para olerlo.
El olor de las ballenas en estado de putrefacción. Eso sí que seguía bien incrustado en la mente de todos aquellos gijoneses que habían podido estar cerca -y no tan cerca- de las últimas que se habían despiezado en la villa. Casi todas, porque llevaba sin pescarse una en aguas gijonesas desde 1722, habían llegado a Gijón de forma accidental, como la que, al día siguiente, ocupó toda una columna de la tercera página de EL COMERCIO. No sin sorna: el reportero comparó la delicada situación del animal, «entre dos aguas» y pudriéndose, con «algunos políticos del día todavía vivos, pero también putrefactos». La cuestión fue que, para el día doce, el animal fue por fin trasladado a La Salmoriera y se montó el sarao.
El sarao. Literalmente. Cuentan las crónicas que, viendo el negocio, los hosteleros pusieron allí puestos de comidas y bebidas para los curiosos que se acercasen a ver al inmenso animal; los marineros alquilaron lanchas para poder apreciar su magnitud desde el agua; que estaba presente, ataviada con su mejor sombrero, la mujer del diario inglés «The Times» y que hasta se allegaron los fotógrafos en una época en la que se veían pocos. Gracias a ello, hoy este reportaje puede ser ilustrado con una de las imágenes más icónicas de aquel Gijón de finales del siglo XIX. «Algunos aficionados a la fotografía, que no pasaban de cinco en Gijón», escribió, en febrero de 1970 Luis Argüelles en páginas de EL COMERCIO, «portaron sus máquinas portátiles con reguladores manuales, grandes como tres diccionarios de Casares». ¿El que disparó la toma más conocida del rorcual que hizo historia en la villa? El abuelo del propio autor de la cita, Mario Argüelles.
El acontecimiento apenas si duró un par de días, pero se quedó para siempre incrustado en el imaginario popular. Comenzaron a descuartizarla el día trece, y sesenta años después encontramos, en páginas de EL COMERCIO, la primera referencia a la expresión que aquel suceso hizo acuñar entre los playos. En su «Vocabulario de andar por casa», Luciano Castañón aseguraba, en 1955, que la expresión típicamente gijonesa «Home, ¡vete a ver la ballena!» se decía «cuando uno es merecedor de una respuesta algo fea o sin sustancia».
A tal punto llegó la impresión por la presencia en la ciudad de una ballena que fue rápidamente descuartizada con precisión militar. Más de ocho toneladas de grasa fueron sajadas del cuerpo del animal y transportadas, en carros del país, a un solar de la calle Caridad donde se redistribuyeron a comerciantes y algún que otro ladrón que, aquel día, frio patatas en grasa de cetáceo. El esqueleto, por partes y por su parte, acabó para su estudio en el Gabinete de Historia Natural del Instituto Jovellanos.
Ciento veintitrés años han pasado desde entonces. Aquella ballena que no era tal, que nunca tuvo nombre propio y que apenas si pasó en la ciudad, al menos en estado de conexión anatómica, 72 horas, sigue siendo hoy el animal más recordado por los gijoneses. ¿Existe alguna o alguno que no la conozca? ¡Pues que vaya a ver la ballena!
Publicidad
Álvaro Soto | Madrid y Lidia Carvajal
Cristina Cándido y Álex Sánchez
Lucía Palacios | Madrid
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.