Ekai Txapartegi
Miércoles, 5 de diciembre 2018, 07:16
«¿Has decidido ya lo que vas a estudiar?»
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Seguimos atormentando a nuestros adolescentes con la misma pregunta anticuada, cuando la pregunta fundamental ya es otra, al menos si se trata de que tomen una decisión que les garantice un futuro económico decente: «¿Has pensado ... en qué puedes ser mejor que los robots actuales?»
Hace mucho que en Europa las máquinas reemplazaron a los animales que trabajan. Con la repentina entrada del automóvil, por ejemplo, los caballos desaparecieron de las carreteras. «Perdieron» los caballos y ganó el motor de combustión. Y perder implica que, en unos pocos años, desde 1915 a 1960, la población equina se contrajo de 22 a 3 millones.
Mientras tanto las máquinas han seguido evolucionando. Ahora son robots. Exponencialmente más complejos e inteligentes, ese coche que sustituyó a los caballos, por seguir con el ejemplo, ya conduce solo. Y parece que no estamos lejos del día que el transporte de mercancías y personas se haga sin necesidad de conductores.
Solo el robot transportista podría barrer de un plumazo hasta un 3% de los trabajadores de un país.
Hay que distinguir entre automatización, digitalización y robotización. A pesar de que los tres procesos comparten el mismo objetivo, incrementan la producción y disminuyen su costo, son diferentes e impactan en el mercado laboral de maneras distintas.
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La revolución industrial emergió gracias a la automatización. En esos casos, la persona trabaja con la máquina. El humano aporta los objetivos, la estrategia y el pensamiento y las máquinas aligeran su trabajo ocupándose de todo lo rutinario y repetitivo. El movimiento de resistencia más conocido contra las máquinas «que dañan a la comunidad» fue la revuelta ludita en la Inglaterra de 1811.
La digitalización es lo que ha vivido nuestra generación con la transformación digital. Como se ve en cualquier estación de servicio, la digitalización pone a trabajar al cliente. Integrando un pequeño ordenador en el surtidor el cliente deposita la gasolina, paga y se va. Las estaciones de servicio no necesitan trabajadores porque somos nosotros como clientes quienes hacemos el trabajo. La digitalización ha vaporizado esos puestos de trabajo y va camino de devorar a los cajeros de las sucursales bancarias y supermercados.
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Pero el nuevo presente lo marca la robotización. No trabajan los maquinistas; no trabajan los clientes; trabajan los robots. Y trabajan solos.
Los aparatos tecnológicos entran en nuestras casas de la mano del deseo, sin pedir permiso. Queremos rodearnos de móviles, tabletas y gadgets porque cualquier chisme de esos ejecuta a la perfección todo aquello que se le enseña a hacer.
Son perfectos en su incansable repetición de tareas específicas en un determinado dominio. Los artilugios no necesitan dormir 8 horas al día. Tampoco se equivocan, ni se olvidan, ni se quejan. Y lo más importante, son cada vez más baratos.
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Hay incluso ámbitos de pensamiento que los robots ya ejecutan mejor que los humanos, como calcular, procesar información o resolver problemas. Por ejemplo, no hay manera de ganarles al ajedrez. Para tener alguna opción, antes de echar la partida hay que idiotizarlos y solo entonces «piensan» a nuestro nivel humano.
No podemos competir con los robots en su terreno. Siendo robots son infinitamente mejores que nosotros.
Pero acaso, ¿no es eso a lo que nos aboca el actual modelo educativo, a competir con las máquinas? Este sistema educativo basado en la progresiva especialización, ¿qué es sino el intento de robotizar a los humanos?
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Especializarnos es habilitarnos para la perfecta ejecución de un determinado oficio. Pero los robots están precisamente para eso, para realizar esas tareas singulares, rutinarias y repetitivas a la perfección. ¿Qué más podemos aportar nosotros?
Todo oficio que no requiera pensar sustantivamente o implicarse emocionalmente muy pronto será ejecutable por algún robot. Y no hay vuelta atrás. Cuando sube el riesgo de la robotización el valor de ese trabajo se devalúa y la formación especializada correspondiente comienza a perder su sentido.
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Por eso, la universidad de los mil másteres e infinidad de especializaciones responde más a un mundo de ayer, la industrialización moderna, que a nuestro presente tecnológico. La educación profesionalizante ganará eficacia si, en vez de insistir en la robotización de la persona, potencia su humanización a través de la filosofía, la literatura, las artes o la cultura.
Es cierto que todavía las empresas buscan perfiles técnicos y especializados, porque su utilidad inmediata es clara. No buscan filósofos, artistas, escritores o poetas. Pero esas preferencias van a cambiar. De hecho, están cambiando ya.
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Cada persona es única e insustituible en su humanidad. Y precisamente las capacidades menos sustituibles por los robots son las capacidades típicas de la filosofía. Formular preguntas y reflexionar. Tratar de comprender el comportamiento humano de una manera más densa y empática. Interpretar críticamente nuestro presente, así como nuestro sentido común. Saber escribir y tratar de argumentar desde la honestidad intelectual. Ganar presencia afectiva en nuestras relaciones. Abrazar nuestras imperfecciones dando un espacio a los errores, a la forma estética y a la creatividad. Utilizar nuestra libertad para saber cuándo decir que no, y que nuestra rebeldía manifieste un compromiso positivo con una vida mejor.
El capitalismo neoliberal ha pensado que todas esas habilidades filosóficas son inútiles, peligrosas incluso, para llegar a ser un buen profesional. Las ha ido excluyendo y arrinconando del sistema educativo, promoviendo varias especies de hombre unidimensional y convirtiendo el viejo deseo de una educación fuertemente humanista en un sueño utópico. Sin embargo, en nuestro entorno tecnológico, con un nuevo mercado laboral que apunta hacia la progresiva robotización, lo que apremiaremos de cualquier profesional va a ser su pasta humana.
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Durante décadas la filosofía ha sobrevivido en los márgenes y en estrechos recovecos. Pero, ¿no se estará convirtiendo ya en una urgente y fría exigencia económica para toda la sociedad?
De los robots no nos distingue aquello que podemos hacer perfectamente bien, sino por qué lo hacemos. Por eso, si tiene un hijo adolescente, pregúntele: «¿Has pensado ya qué tipo de humano quieres ser?» Es una pregunta que puede salvarle la vida.
Este artículo ha sido escrito por Ekai Txapartegi, Profesor de filosofía, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
Este artículo fue originalmente publicado porThe Conversation.
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