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Una foto de las operarias, en las escaleras, ante la sede de la factoría. E. C.
La fábrica que cambió Gijón

La fábrica que cambió Gijón

Tabacalera. Hace ya 200 años de la apertura de esta industria que dio trabajo a miles de gijoneses hasta el año 2002, cuando cerró y dejó herida Cimavilla

ANA RANERA

Domingo, 16 de enero 2022, 01:48

Hace 200 años, Gijón era una ciudad muy distinta a la que hoy aparece ante nuestros ojos. En los años veinte del siglo XIX, su población apenas alcanzaba los 16.558 habitantes, de los que se tiene constancia gracias al censo de dos décadas más tarde, el de 1842. Esta cifra de vecinos es nimia, al lado de las más de 270.000 personas que, hoy por hoy, pueblan estas calles y caminos. Con estos números sobre la mesa, resulta más fácil entender la revolución que supuso, en 1822, la apertura de la Fábrica de Tabacos, en una España que estaba sumida en pleno Trienio Liberal.

Esta industria comenzó su andadura entre problemas, de hecho, cuarenta días después de su fundación ya tuvo que cerrar. Estaba tocada por las circunstancias, pero no hundida. Volvió a ponerse en marcha en 1837, en la Casa Valdés (el actual colegio Santo Ángel), donde permaneció hasta su traslado, en 1843, al convento de las Agustinas Recoletas de Cimavilla, su sede hasta el día en que echó el cierre.

Un grupo de mujeres que formaba parte del sindicato La Constancia. La foto no está datada, pero se cree que fue tomada en los años veinte. archivo histórico

Desde los primeros años de vida, la fábrica dio trabajo a muchísimos gijoneses, especialmente a las mujeres que, a lo largo de toda su historia, ejercieron como cigarreras. Ya en 1840, había 1.200 operarias y, ante los problemas de espacio y el temor a que se llevaran la factoría a otro lugar (una constante en su historia), el Ayuntamiento trasladó la fábrica al convento, donde ya eran más de 1.500 las que sacaban adelante, día tras día, la producción.

Su vida era cruda y sus rostros estaban marcados por la adversidad. Prueba de ello son todos los documentos y fotografías que atesora el Archivo Histórico de Asturias, donde se conserva el fondo documental de Tabacalera, desde su final en el año 2002. En total, hay almacenadas 1.042 cajas y 130 libros de archivo que construyen décadas en pretérito, a través de números, de albaranes, de vitolas y de nombres propios de quienes fueron las verdaderas protagonistas de la industrialización local.

Con apenas diez años, las niñas ya se incorporaban a la fábrica y su juventud se hacía madurez y vejez en aquellos talleres, donde permanecían, en la mayoría de los casos, hasta su defunción, como se puede ver en las fichas de las trabajadoras. «Tenían una vida laboral muy larga porque, al principio, no había prestaciones de jubilación ni nada por el estilo, así que convivían algunas muy pequeñas con otras mujeres muy mayores», explica María Concepción Paredes, la directora del archivo.

u Álbum. En estas páginas, se conservan vitolas, cajas y precintos.

En esas cuartillas de cartón, hay muchísimas historias transcurridas, como las de Cándida Cortina, Valentina Fernández, Aurora Fernández, Carolina Escudero, Florentina Fernández, Hilaria Fernánez y Enriqueta Fernández. Ellas posaron ante la cámara para rellenar ese papel en el que las clasificaban como solteras, viudas y casadas, en el que apuntaban su fecha de ingreso y la de baja, el nombre de sus padres y hasta el día en que las vacunaban de la viruela. Estas mujeres empezaron como aprendices y se fueron haciendo expertas en las diferentes secciones que había y que se pueden ver en el primer plano que se conserva de la fábrica, que data de 1934. «Repartían el espacio, según la labor que se desempeñaba en cada taller: cigarrillos superiores, almacén de rama, vitolas, empaquetado...», enumera Paredes.

También se conservan de entonces los vales que el Comité Central de Abastos, gestionado por los sindicatos y por los partidos obreros del frente popular, emitió durante la guerra civil, hasta que cayó Gijón en octubre de 1937 y dejaron de hacerlos. En ellos, queda constancia de los sellos de las diversas instituciones y ayuntamientos, así como de los precios de los productos que dispensaban.

Precisamente, por la variedad de documentos, Paredes considera que «este archivo se puede explotar de muchas maneras. Desde un punto de vista social, laboral, económico, empresarial, tecnológico...», dice. «La Fábrica de Tabacos no hay que mirarla desde un punto de vista localista como una factoría de Gijón, no. Era una compañía radicada en Gijón, pero que tiene interés para la industrialización española en general porque, cuando abrió, el mundo fabril en nuestro país era una cuestión incipiente», reivindica convencida.

tARCHIVO HISTÓRICO. La directora, María Concepción Paredes, muestra algunos de los documentos de Tabacalera.

Allí, en esa atalaya sobre el barrio alto gijonés, entró a trabajar María Ascen Fernández Melgar, a los dieciocho años, en 1964, y permaneció hasta que se prejubiló con la triste clausura de la factoría. «Era un trabajo muy emocionante», rememora esta gijonesa. «Yo anduve por todos los talleres y por todas las máquinas posibles», prosigue.

Durante esos 38 años, ella recuerda que Cimavilla «era otro mundo, tenía mucha vida. Ahora voy y no lo reconozco», confiesa. Con ese empleo, esta trabajadora se ganaba el sueldo que la sacaba adelante y el tabaco que, cada fin de mes, le regalaban a todo el personal. «Cuando salía un producto nuevo, nos lo daban a nosotros antes y, aparte de eso, todos los meses nos entregaban lo que nosotras fumáramos», señala.

En aquella factoría, además, tenían prioridad para entrar las familiares de las operarias: hijas, nietas y hermanas. «Mi hermana llegó a trabajar allí, pero solo aguantó seis meses», recuerda. No es de extrañar, ya que aquellos comienzos no eran fáciles pues, según cuenta esta cigarrera, «yo los primeros días pensé que me iba a volver loca», se ríe. «La maestra nos llevó a las quince o veinte que éramos nuevas a ver la fábrica y a mí se me ocurrió decir, cuando llegué a la zona de Farias, que era muy fácil el oficio, así que ahí me pusieron desde el primer día», indica.

Los años por esos lares le dejaron muy buenos recuerdos como ese y otros más amargos, los últimos, que aún duelen en su alma y en el sentir general del barrio alto. Fue en el año 2000 cuando Altadis -el nombre que recibía entonces la tabacalera- anunció el cierre de ocho de sus fábricas, una de ellas la asturiana, que contaba de aquella con 257 trabajadores. Al terminar julio del año 2002, ese anuncio se convirtió en una realidad. Por aquel entonces, según contaba este periódico, se hablaba de que Patrimonio del Estado, la entidad propietaria del inmueble, tenía «la intención de convertir el de Cimavilla en un edificio de uso público».

Hoy, veinte años después de aquello, la ciudad sigue igual, solo hay intenciones, pero ninguna certeza. Los planes de transformar el edificio en un equipamiento cultural continúan sin hacerse realidad y los vecinos del barrio están hartos de ver su instalación más emblemática cerrada a cal y canto. Ellos claman porque allí -donde el vecindario tuvo su medio de vida durante 159 años- tengan cabida. No quieren que Tabacalera sea solo un museo para recibir turistas en los meses de verano, desean que la ciudad los tenga en cuenta en el presente y que Gijón conserve su pasado industrial, así como su casco antiguo, desde donde se construyó nuestra ciudad.

Ahora mismo, en la valla que rodea la antigua factoría, se puede leer un contundente cartel que reclama un centro sociocultural, al mismo tiempo que, en el barrio alto, recuerdan su ya clásico «Cimavilla existe y resiste». Por allí arriba, nunca tuvieron las cosas fáciles y se niegan a que ahora su historia de cigarreras y pescaderas vaya emborronándose, con el paso del tiempo, hasta ser solo humo como el que manaba de aquellos cigarrillos de los que ya no quedan ni cenizas.

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