PABLO ANTÓN MARÍN ESTRADA
Martes, 30 de noviembre 2021
La ruta costera lleva al viajero por el Camín Real para entrar en el concejo de Colunga atravesando el río Carrandi y bordeando el arenal de La Espasa, compartida con la vecina Caravia. Allí, a pie de playa, resiste las injurias del tiempo una casona del siglo XVI que fue hospital de peregrinos y famosa venta. Convertida hoy en establo de una explotación ganadera, entre los huéspedes y parroquianos que acogió se cuenta a Jovellanos. Él mismo lo anota en uno de sus diarios de viajes por Asturias. Fue el 27 de septiembre de 1790 y el ilustrado venía de Covadonga. El itinerario lo señala él mismo con sucinta precisión: «Las Arriondas, unión del Piloña y Sella; bellísima vega. Coviella y sus tristes memorias a lo lejos. Gran subida del puerto de El Fito, más bajo que el del Sueve». En Caravia de Arriba visita a don Vicente Duyos: «Indiano, buen hombre, soltero y acomodado». Y después sigue su trayecto por la Caravia Baja para ir a comer a la Venta de La Espasa: «Sobre una playa ancha, llana y desierta». Jovino elogia la cocina de la casa, luego en punto aparte anota: «Buena mañana» -de lo que se deduce que pasó la noche allí- y describe el paisaje que ve al salir de la fonda como «grandes y deleitosos prados, lugar de La Isla a la derecha; el mar a la vista y cerca; un pequeño islote junto a la orilla».
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Al peregrino con imaginación no le costará mucho figurarse que la antigua Venta de La Espasa debió parecerse bastante a aquella Posada del Tabardo en Southwark donde Chaucer hizo encontrarse a sus romeros camino de Canterbury. Allí compartirían mesa viajeros jacobeos con arrieros, mercachifles, clérigos, mansoleas de Pimiango y tejeros de Vibañu. Se contarían historias como los personajes de los cuentos de Chaucer. Especialmente a última hora del día, tras la cena, mientras estiraban la velada con una cuenca de vino antes de acostarse. Por un detalle escatológico que apunta el propio don Gaspar en su diario podemos suponer que esa noche en la venta colunguesa pudo ser de las que se alargan voluntariamente para retrasar el momento de irse a la cama. Y es que, pese al elogio que le dedica a las viandas servidas, en las anotaciones de las jornadas siguientes desvela lo que parecen síntomas de una gastroenteritis que le dura, por lo menos, hasta Pion, donde repone fuerzas y se toma un zumo de limón: «Porque no he comido desde La Espasa».
Esa noche Jovellanos comienza a sentir las primeras molestias intestinales y se ha quedado en una mesa de la fonda conversando con los otros huéspedes desvelados. Por sus escritos sabemos que le gustaba escuchar a los paisanos allá por donde fuere, le facilitaban informaciones que el ilustrado sabía aprovechar para un mayor conocimiento del país. Los parroquianos de La Espasa, como los de todas las posadas, eran gentes del camino, viajeros de distintas profesiones y procedencias que podían transmitirle a Jovellanos valiosas noticias de su interés. En todo caso, además de recabar posibles indicios de yacimientos hulleros, que es uno de los objetivos principales de sus viajes por el Principado, el gijonés amaba y cultivaba la literatura, de modo que no le disgustaría oír de boca de aquellos paisanos, además de gajes del oficio y opiniones sobre los precios del mercado, relatos de pura fantasía o de memoria sabrosamente aderezada. No es improbable que el mismo posadero se sentara con sus huéspedes a compartir historias y conocer otras para añadir a su repertorio. Tal vez esa noche les contó la de la isla sumergida que dio nombre a la localidad próxima a La Espasa. La recoge el erudito colungués Braulio Vigón en su 'Folklore del mar' y la emparenta con mitos atlánticos similares como el del hundimiento de la ciudad de Is en la Bretaña armoricana. Afirma que entre los marineros de Llastres existe la creencia en que entre la playa de La Griega y El Barrigón de La Isla -en la punta donde se afinca la Venta- con mar clara es posible vislumbrar bajo el agua las ruinas de una antigua ciudad y la isla en la que se asentaba. Los parroquianos lo oirían asombrados y también el propio Jovino al comprobar que hasta el mesón de aquella remota fonda hubiese llegado el mito de la Atlántida.
Cuando el posadero terminó, le cogió el hilo un fraile toscano que peregrinaba a Compostela. Hablaba de ciudades y villas prodigiosas por las que había pasado. En algunas de ellas había visto más de un milagro, en otras toros de cuatro cuernos, en Carcasona la vara de Merlín. Los comensales le prestaron poca atención tras el relato de la ciudad sumergida. Alegaron cansancio y sueño para retirarse, no sin antes desearle al pobre fraile buen camino a Santiago.
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