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Una familia colombiana con un menor de pocos años aterrizó hace unas semanas, a las siete y media de la mañana, en la terminal 1 del aeropuerto de Barajas. Antes de pasar el puesto fronterizo se dirigió al módulo policial y pidió asilo. Él trabajó ... en las fuerzas de seguridad de su país y siente que funcionarios en activo de alto nivel les están acosando. Se presentó al comisario de turno como perseguido político, recuerda el padre, cuya identidad prefiere mantener en el anonimato porque su proceso de refugiado continúa. «Después de recomendarnos volver e intentarlo en otro país, nos advirtieron que la capacidad de alojamiento en el aeropuerto para casos como el nuestro era de 30 personas y que había más de 200. Van a dormir dos meses en el suelo, nos dijeron», confirma la madre. «Estábamos dispuestos a hacer lo que fuera porque Colombia no es segura para nosotros». En efecto, está registrado que donde caben 72 personas hay 166.
Cuentan que antes de ingresar en la sala de asilo les quitaron el móvil y todos los dispositivos electrónicos y les entregaron un kit de limpieza personal y unas «colchonetas súper delgaditas y nos enviaron a un cuarto cerrado de cinco metros cuadrados, con un vidrio que se ve de afuera para adentro pero no al contrario», describe la madre. Ella está en la veintena y él tiene diez años más.
Un par de horas más tarde, otra pareja se instaló en el pequeño cuarto. Cerca de la medianoche recibieron la primera comida del día, «arroz y pescado en una cajita, agua y tostada» que tragaron fría. Durante el día «salíamos a un salón general, donde la gente esperaba a que la llamaran por teléfono o le dieran la denegación de asilo». La familia aguardaba la entrevista con las autoridades de Extranjería para dar inicio a su petición. Vivían con las luces del local encendidas las 24 horas y temperaturas de «congelador». «Sólo de noche había calefacción».
Como ellos, los que quedan atrapados en este limbo aguardan una deportación segura a menos que se inicie un proceso de asilo. En cuatro meses (de agosto a noviembre de 2023) unas 1.350 personas exigieron que se les reconociera su condición de refugiados en Barajas, donde hay unas 160 camas en total repartida en dos salas de la T1 y la T4. Hace dos semanas, en la T2 se habilitó otro espacio, «temporal» de 30 camas, sólo para mujeres y niños. En estos recintos sin ventanas pasarán varias semanas de convivencia con hombres y mujeres desconocidos, bajo las luces blancas de neón y la mirada policial.
El plazo teórico máximo de permanencia es de ocho días. Pero «en la situación extraordinaria actual pueden estar entre 20 y 28», denuncia Elena Muñoz, coordinadora del servicio jurídico de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), que hace un mes interpuso un recurso en los tribunales para que el Ministerio del Interior mejore la estancia de estos solicitantes de refugio. «No están en condiciones óptimas. La higiene no es suficiente, duermen en las zonas comunes destinadas a comer y pasar el día, y se quejan de que la comida no es de suficiente calidad. Está pensado para estancias cortas».
Los que llegan proceden, en su mayoría, de Senegal, Marruecos, Kenia, Somalia, Venezuela y Colombia. «La solicitud es voluntaria y se les tramita si manifiestan que su vida corre peligro por orientación sexual, tortura, maltrato o guerra», dice Muñoz. «Pero si pasan 20 días atrapados en el aeropuerto, no están en la mejor forma para contarlo». Los datos de rechazados y admitidos en Barajas no son públicos, ratifican diversas fuentes, y se calcula que un 50% no logra entrar al país.
La familia colombiana durmió cinco días en ese cuarto. La quinta noche les sacaron para meter a unos «chicos latinos» que se resistieron a subir a bordo del avión que les repatriaría. «Escuchamos gritos. Era un caos. Entre cuatro policías le daban pelas a un pobre muchacho. Patadas, puños y con la porra», aseguran el padre y la madre. Un segundo testimonio, independiente lo corrobora. «Los últimos días que estuve, los policías comenzaron a pegarles, maltratarles, darles puñetes. Fue horrible, horrible, horrible», dice una mujer de Ecuador que estuvo 28 días en la misma sala de asilo y que finalmente fue deportada en un vuelo a Turquía, después de perder todos los recursos, y ahora está refugiada en Argentina.
«Normalmente los vuelos de retorno son de madrugada para que los viajeros no les vean resistiendo», dice la madre. «En esa sala yo vi a un chico colombiano esposado, a otro tendido en el piso que lloraba y le pegaban patadas para que se levantara y a un dominicano que era cristiano. El octavo día iba saliendo, porque lo iban a deportar, y se resistió, negándose a caminar. Al poco entró como si lo empujaran. Le dieron un puñetazo en la cara, en el pómulo izquierdo, uno de los dos policías que lo llevaban. Le decía cosas tan rápido que no le entendí, pero eran groserías. Lo esposaron también y lo metieron al cuarto de aislamiento. Estuvo dos días ahí. No le dejaban comunicarse y cedió». Al quitarles los móviles no hay registros de vídeo o foto, lamentan los denunciantes.
Ante estas graves acusaciones de maltrato a personas que ya han perdido el estatus de solicitantes de refugio y se resisten a la expulsión, el Ministerio del Interior niega cualquier clase de abuso de autoridad o de coacción física. «Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado realizan su trabajo con un respeto absoluto a los derechos humanos», responden a este periódico. «Negamos rotundamente que se hayan producido los hechos que relatas y no tenemos constancia de ninguna denuncia». Los abogados consultados aseguran que no pueden «corroborar esas denuncias. Nunca las hemos presenciado ni nos las han relatado», dice uno. «La policía se deja la piel», afirma otro.
Esa noche de temor, la familia pasó a una segunda sala, con literas. «Daba miedo que te pegaran, no había respeto. Había gente que desistía de su solicitud por no soportar ese maltrato». La familia -que ahora vive en el País Vasco y lleva al niño a terapia psicológica porque desde entonces sufre terrores nocturnos-, presenció un intento de suicidio. «Era una joven china que estuvo 25 días allí», relata la madre. «Se hizo un cuchillo con la cuchara de plástico y se cortó las venas del antebrazo izquierdo. No quería que la deportaran. Lo intentó dos veces. La primera cuando le denegaron el reexamen. La segunda cuando perdió el tercer recurso. Lo hizo en la pieza de dormir. Era muy sociable pero se deprimía. Ganó el cuarto recurso y salió a finales de noviembre».
Tres jueces acudieron en diciembre a las instalaciones a comprobar si la denuncia de CEAR era cierta, y concluyeron que sí, que las salas «están sobreocupadas (…) con el consiguiente deterioro de las condiciones higiénicas, y hay escasez de comida». Exigieron que acabara la «situación de hacinamiento». El día que hicieron la visita había 17 menores y alertaron de la violación de «derechos básicos».
Este mes «la sala funciona con normalidad», mantiene una fuente de Interior. «Se están atendiendo las últimas solicitudes que han llegado, aunque en algunos momentos se pueden producir situaciones puntuales de mayor demanda, como sucedió a mediados de diciembre». La ONG, sin embargo, asegura que la situación se mantiene.
Este pasado miércoles, por ejemplo, había 209 personas. Pese a las salidas y el refuerzo de personal de Extranjería, la cifra diaria no deja de rondar las dos centenas. En los once primeros meses de 2023, se formularon 2.816 solicitudes de protección internacional en «puesto fronterizo» (sin especificar), según los datos oficiales más recientes.
«Hay una avalancha de demandas de asilo y no hay medios para gestionarlas todos», describe Emilio Ramírez, responsable de Extranjería en el Colegio de la Abogacía de Madrid, que representa a los letrados de oficio. «Deberíamos empezar a notar la mejoría en breve, pero mucha gente pide asilo si no la dejan entrar, sin justificación, y se está desvirtuando esta figura. Si alguien abusa hay que atenderlo igualmente».
Cada jornada acuden a Barajas entre ocho y quince abogados del turno de oficio. Cada uno se ocupa de seis expedientes. A esto se suma la necesidad de traductores para quienes no hablan español. De media, se atiende a 50 personas al día, calcula Ramírez. «Nosotros analizamos los casos y ayudamos a que se justifique todo».
Detrás de las cifras y los documentos oficiales está lo emocional. «Nos agotaron psicológicamente», relata la familia de Colombia. «No dormíamos. Era una ansiedad terrible. Se le pierde sentido a todo. Le dije a mi marido que tenía miedo. 'Ni los mires, que no te vean, que parezca que no existimos', me aconsejó». «Es una cárcel», ratifica él. «Uno se siente indefenso. Tratas de no moverte, de no decir nada». Una segunda versión independiente lo corrobora: «No es asilo, es maltrato. A todos nos pasó lo mismo. Incluso a una familia con tres niños que también fue expulsada».
A espaldas de los 50 millones de turistas que recibe el Adolfo Suárez cada año, en la sala de asilo se vive incomunicado. A los que viven allí sólo se les concede un minuto de teléfono para decir a alguien de confianza a dónde pueden llamarles. Pero la mayoría tiene guardados los contactos en el móvil, y no recuerda los dígitos de contacto. Sólo a la salida recuperarán el teléfono. Cruz Roja, encargada de la gestión de las comunicaciones, es celosa con los tiempos y los turnos. A la familia colombiana sólo le permitió llamar una vez, dice. Este diario intentó contactar con ese número y siempre estuvo desconectado.
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