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ANA RANERA
Lunes, 8 de febrero 2021, 01:33
Cuando hablan de sus inicios, todas hablan de la infancia. Son científicas, las once, cada una con su historia, con su lucha, con sus logros y con sus fracasos, pero con un sueño compartido que tuvieron de niñas de convertirse en lo que son. Entonces, cuando su futuro solo era una fantasía, no conocían a lo que se enfrentaban por ser mujeres, pero ahora saben que, para llegar a donde están, tuvieron que apartar muchas, muchísimas, piedras del camino. Ninguna se arrepiente de haberlo hecho porque dicen que la suya es «la profesión más bonita del mundo» y ese convencimiento borra lo que un día fueron enfados, rabia, disgustos. Ahora celebran el Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia (este jueves) con el orgullo de ser parte del cambio y con el agradecimiento a las que ya no están, pero les abrieron camino cuando todo eran obstáculos.
Entre los acantilados y el laboratorio del Museo del Jurásico de Asturias pasa sus horas la geóloga Laura Piñuela. Ella es experta en icnología de vertebrados, o lo que es lo mismo, en huellas de dinosaurio y otros reptiles. Su trabajo es su pasión, porque se recuerda, ya de niña, durante horas, contemplando fósiles y guardando plantas entre dos lajas con la promesa de volver «de mayor» a recuperarlas.
Ella tuvo clara la decisión de matricularse en Geología y, en cuanto pudo, fijó la vista en un mundo apasionante del que hay tanto por investigar. Un mundo de hombres, también es verdad, en el que asegura que nunca nadie le puso trabas por su sexo. «Somos muy pocas mujeres trabajando en este campo. Es cierto que en icnología de invertebrados hay alguna más, pero en la de vertebrados soy la única en España», asegura. «Tal vez no les llame la atención el estar todos los días picando y caminando por los pedreros», piensa. Pero eso son gajes de un oficio que a ella le merecen la pena y que invita a conocer desde el Muja. «Intentamos hacer actividades divulgativas para que los pequeños sepan lo que hacemos», cuenta. Y tal vez alguna de esas alumnas, algún día, sea una de las que sigan sus huellas.
«Leí mi tesis con barrigota», cuenta, entre risas, Alba Ardura. Ella estaba embarazada de su primer hijo en uno de los momentos cruciales de su carrera y, con él en brazos, reanudó la marcha y se fue a Perpiñán a hacer su estancia postdoctoral con una beca Clarín. Volvió a España con una beca Juan de la Cierva y, entre medias, su segundo niño. «Decidí ser madre porque en España, en la ciencia, estabilidad poca, así que para qué esperar», reconoce. A Alba no la para nadie.
Ella agradece que se igualen las bajas maternales y paternales «porque antes te quedabas parada cuatro meses y te adelantaban por la derecha», explica. «Eso hacía que las mujeres nos fuéramos quedando por el camino. En instancias altas suelen ser todo hombres», apunta.
No va a ser su caso porque no se cansa de luchar, sabe que su trabajo es «una carrera de fondo» en la que debe buscar, constantemente, financiación. «Ahora estoy peleando por nuevas becas, inmersa en un estudio sobre la merluza en aguas africanas y en otro sobre los microplásticos y estoy involucrada en un proyecto sobre la covid», cuenta. Es experta en trazabilidad de peces y a sus investigaciones en el Mediterráneo suma las que hizo en el Amazonas y aún espera que le queden unas cuantas por añadir a su currículum, porque sus hijos ya están acostumbrados a viajar con ella.
Alba Morán tiene 24 años y una beca de la Asociación Española Contra el Cáncer. Es una de las más jóvenes y, aún así, lleva viendo conductas machistas desde la infancia. «Ya se nota en el cole cuando actitudes que en los chicos se promueven mucho como el liderazgo, en nosotras, se critican. Ellos son líderes; nosotras, marimandonas», explica.
Esa costumbre de silenciar a las niñas cree que es la causante de que muchas, «cuando llegan a la universidad, se callan». «Tengo amigas talentosas para la investigación que no tienen la personalidad necesaria para competir en este sector», reflexiona.
Y no solo eso: en las parejas en las que ambos se dedican a la ciencia, en muchos casos, ha visto cómo «el hombre es mucho más exitoso en su carrera porque, cada vez que hay que renunciar, es ella la que se va a casa, la que va a recoger a los niños...». Y eso es justo lo que Morán se niega a que le pase, no quiere ser «ese sostén» que permite que el de al lado llegue más alto.
Justo ahora, Silvia Arboleya está de baja por maternidad. Esta bióloga estudia la microbiota intestinal de los recién nacidos y cómo esto afecta a la salud en la vida posterior. Un trabajo, en el Instituto de Productos Lácteos de Asturias, que le supone mucho tiempo, poco libre, y no conocer unas vacaciones de total desconexión. «Aunque esté de baja, es una baja entre comillas porque siempre tienes algo que hacer», explica.
Es lo que le exige el mundo de la ciencia, ya lo sabe: «Mucha dedicación». Aunque ella con su equipo tuvo siempre suerte: «Nunca me pusieron ningún problema». Así que, aunque tenga que encender el ordenador todos los días, ese esfuerzo cuesta menos cuando la gente que te rodea no convierte en problemas situaciones que no lo son.
Es una asturiana en Granada. Laura Hermosa está haciendo su doctorado en astrofísica extragalática. «En concreto, estudio las galaxias de núcleo activo», especifica. Lo hace con 26 años, aunque su carrera empezó hace mucho tiempo, porque en casa tuvo al mejor referente posible: su madre. «Ella es bióloga y me lo inculcó», cuenta.
Laura hace apenas cuatro años que terminó la carrera y asegura que «la proporción de chicas era mínima. Fui la única mujer de mi promoción que acabó haciendo curso por año. Aquello fue sorprendente, pero lo es más aún que ahora, durante el doctorado, haya gente que considera menos mi opinión o me mira menos que a mis compañeros de mi misma edad y posición».
Para ella, es fundamental que las personas que te rodean, cuando tienes una profesión como la suya, entiendan que «no vas a tener la misma vida que si te hubieras dedicado a otra cosa».
«Lo mío es vocacional», comenta la bióloga Nuria Salazar. «Digo que es vocacional porque echamos mucho tiempo y luego tenemos pocos reconocimientos», aclara. Y es verdad. Ella también estudia la microbiota intestinal, en el Instituto de Productos Lácteos de Asturias, y llegó hasta allí «con pocos referentes femeninos». «Me fijaba en Marie Curie y Margarita Salas, pero el resto de ejemplos eran masculinos porque la visibilidad de la mujer en la ciencia empezó hace poco».
Cree que, en sus años de trayectoria, «la situación ha mejorado. En las convocatorias competitivas sí que se valora a la mujer, pero todavía nos queda mucho por hacer», asegura. Una de las desventajas femeninas en la ciencia es que se retrasa la maternidad. «Yo tengo dos hijos, de tres y cinco años, y tardé en tenerlos. Sin embargo, un hombre lo vive de manera diferente». Aunque también reconoce que «nosotras tendemos a querer abordarlo todo y, tal vez hay que saber delegar».
María José Domínguez trabaja en la Universidad de Oviedo en riesgos geológicos y geomorfología. Un campo que le atrajo siempre. «Aunque nunca tuve referentes femeninos», confiesa. Ni los tuvo ni se conocían. Aunque esos machismos, presentes en la ciencia, cree que son «los mismos que se pueden ver en la sociedad: esos ciertos prejuicios que están muy arraigados», apunta.
En su caso, más que el hecho de ser mujer, lo que más le afectó fue la maternidad. «Yo tengo dos hijas y, hasta ahora, no estaba contemplado el hecho de que, si tienes una baja maternal, eso va a repercutir en tu producción científica», asegura. «Ahora ya se está empezando a reconocer que no puedes tener el mismo rasero con las madres y con las que no lo son», explica.
«Todo el mundo espera que te cases, tengas hijos y una vida diferente a la que tienes», dice la bióloga Eva Martínez. Ella está especializada en neurociencia, investiga el envejecimiento y las enfermedades neurodegenerativas en la Universidad de Oviedo. Siempre ha trabajado en laboratorios «llenos de mujeres», pero todos sus jefes, sin embargo, «han sido hombres». Una dinámica bastante habitual que, en su caso, no supuso ningún problema: «Siempre me apoyaron sin importar mi sexo».
Ella no cree que ahora entren más mujeres en la universidad, pero sí considera que las que chicas que acceden «sí llegan alto, se quedan, alcanzan puestos de relevancia» y se convierten en las jefas que ella no tuvo.
Andrea Trapote ve el lado positivo: «Creo que las cosas ya están cambiando, cada vez hay más chicas». Ella reconoce que, durante la carrera, apenas tuvo compañeras, aunque nunca notó «ninguna actitud machista». De hecho, quienes la animaron a arrancar su andadura científica fueron sus profesores del instituto. «Me motivaron. Impartían tan bien las clases que las hacían interesantes», señala.
Y eso para lo que un día la impulsaron es hoy su realidad. «Trabajo para el grupo experimental de Altas Energías de la Universidad de Oviedo y para el ICTEA, realizamos investigaciones con el CMS del Gran Colisionador de Hadrones del CERN». Un proyecto de calado para aquella niña que de pequeña vio que lo suyo eran, claramente, «los números».
A sus 33 años, la psicóloga Patricia Sampedro investiga sobre las consecuencias del consumo de alcohol en la memoria y las emociones de los adolescentes y busca intervenciones no farmacológicas para esos trastornos adictivos.
Es un trabajo que requiere de tiempo y de constancia y que no la libra de escuchar aquello de «¿no piensas tener hijos?». «Te sigues encontrando esos comentarios y la idea de que tendré que dejar de trabajar a este ritmo para tener familia y tener una vida más feliz y plena», cuenta. Pero, aunque los oiga, Patricia hace caso omiso y, si algún día baja el ritmo, será por ella.
En Mieres, Cristina Santín investiga con un contrato Ramón y Cajal los efectos ambientales de los incendios forestales. Dejó un trabajo fijo en Gales por cinco años en España: «Es muy fuerte lo de nuestro país con la ciencia y la diferencia de sueldo es brutal», afirma. Pero, en su caso, como en el de la mayoría de los que regresan, la morriña pesó más.
«Es una carrera muy complicada y competitiva», señala. Más aún, cuando te toca reivindicarte por rutina. «Trabajo con un profesor más senior y noto que, si vamos juntos, a veces, la gente le habla a él, pero no sé si es por ser hombre o porque es mayor. Seguramente, por ambas», explica. Aunque Santín le resta importancia: «Como soy habladora, rápidamente lo soluciono».
Y tiene razón, pero no debería hacer falta reivindicarse. Ellas son el claro ejemplo de que ser mujer y científica es perfectamente compatible, perfectamente normal.
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