Carmen, en su casa de la Colonia del Piles. FOTOS: JUAN CARLOS TUERO
Carmen Yáñez, viuda de Luis Sepúlveda

«Le pedí que aguantase un poco más, pero él ya no estaba ahí»

Carmen Yáñez, viuda de Luis Sepúlveda, rememora en EL COMERCIO su fabulosa historia de amor con el escritor al cumplirse un año de su ingreso en el HUCA por coronavirus. Sepúlveda, el primer caso de covid en Asturias, falleció en el hospital el 16 de abril

MARÍA DE ÁLVARO

Sábado, 20 de febrero 2021, 03:17

Me dejaron verle. Me pude despedir. Le dije cuánto le quería y le pedí que aguantase un poco más, siquiera un poquito, pero él ya no estaba allí. Oía la máquina que le mantenía con vida, como un latido, pero Lucho ya se había ido». ... Serena, por momentos sonriente, a ratos mordaz, siempre lúcida, pero siempre, aunque lo luche y lo pelee, triste; con esa tristeza que solo es capaz de producir la ausencia, Carmen Yáñez se enfrenta a su vida sin Luis Sepúlveda, que acabaría falleciendo el 16 de abril de 2020. Lo hace cogida de su mano, pegada a sus recuerdos, a su vida, sus vidas, juntos.

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En su casa de la Colonia del Piles todo está casi como quedó aquel 29 de febrero en el que salieron para el HUCA, aquella noche en la que el escritor fue registrado como el primer caso de coronavirus de Asturias. Ha pasado casi un año. Ha cambiado el mundo. Pero en su estudio siguen sus libros apilados en ordenado desorden, siguen sus gafas, sigue su puro junto al teclado. En la nevera aún hay una nota desternillante de su puño y letra. En las paredes y por todas partes, fotos suyas, con Carmen, con sus hijos, con sus nietos, con premios Nobel y Cervantes; en conferencias, preparando un asado o perdido en la Patagonia. Sigue, inmóvil, su colección de cascanueces guardada en la vitrina. Y sigue Carmen, su mujer, el amor de su vida.

«Hablo con él, claro que hablo. Muchas veces le regaño por haberme dejado aquí sola. Otras le consulto o le cuento. Nosotros discutíamos, pues como todo el mundo, pero poco, porque con él era imposible, siempre acababa cualquier enojo con una broma, con una de sus historias».

Carmen acaricia a 'D'Artagnan' mientras habla: «Él es ahora mi guardián, mi compañero», un fabuloso labrador mestizo, alegre como la mañana de sol y tierno como la mantequilla pese a su aspecto rudo. «Así era él, fíjate que justo antes de irnos al hospital aquí en la cocina me estaba diciendo: 'no sabes cuánto te quiero, Pelusa'. Y sí que lo sabía, la verdad es que lo sabía porque me lo demostró muchas veces».

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Pelusa es como llamaban a Carmen de niña en su casa de las afueras de Santiago de Chile, un hogar confortable, de clase media, con un padre sindicalista, una madre «algo clasista a la que le costó aceptar que me enamorase de alguien con apellido indígena (el segundo de Luis Sepúlveda, Calfucurá, piedra azul en mapuche) aunque lo acabase aceptando y queriendo» y cinco hijos de los que «ya solo me queda mi hermana». Pelusa es como siempre la llamó Sepúlveda.

Carmen, en su casa de Gijón.

-¿Cómo os conocistéis?

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A Carmen se le achinan los ojos y brota la llama de esta poeta mayúscula: «Ella es la que escribe bien de la casa», solía decir su marido.

-¿Tienes tiempo?

Lo que sigue es un intento, seguramente vano, de trascripción de más de cuatro horas de conversación, risas, lágrimas y silencios en torno a una historia que Carmen pondrá por escrito, porque en su ordenador hay cerca de 70 páginas completadas de un libro que ya tiene título: 'Mi vida con Lucho'. «Escribir es lo que mejor me viene, me está acompañando mucho este libro, recordar me ayuda». Será el primero que publique en prosa.

«Yo tenía 15 años, él era amigo de uno de mis hermanos, vivían juntos en una residencia para estudiantes y artistas, y a mi hermano se le ocurrió presentármelo, pero no de cualquier manera, no, le habló de mí y le dijo que si quería conocerme tendría que comprarle dos botellas de vino. ¡Así empezó todo! Vendida por dos botellas de vino más bien tirando a barato: ¡Ese es mi precio!», cuenta risueña. «No fue amor a primera vista, a mí al principio ni me gustó, fue luego, cuando me contó que era poeta... Yo entonces llevaba escribiendo poesía dos años, estaba enamorada, sí, pero de Becquer, y entonces por primera vez veía un poeta de verdad. Él tenía 18 años, no había publicado nada seriamente, pero empezaba a ganar algunos premios pequeñitos. Tenía escrito su primer libro, 'Crepusculario de la tristeza' se llamaba, qué horror; era terriblemente malo, él mismo lo decía». Más risas.

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Y así pasaron los días, entre clases -ella en el instituto, él en la universidad-, poesías y sus primeros escarceos políticos: «Él era ya socialista; yo no, a mí me parecía poco, yo era maoísta, fíjate, como Jimenez Losantos». Y más risas. Y llegó el verano y las vacaciones en la Isla Negra por la que paseaba Neruda y después un campamento de las juventudes comunistas en medio de un bosque. «Y en aquel bosque saltó la chispa». La misma chispa que le ilumina la cara a Carmen mientras habla y recuerda, más de cincuenta años después: «Se empeñó en enseñarme el campamento y de ahí salí enamorada. Me enamoré de sus historias, de sus explicaciones, pero también de sus silencios, creo que me enamoré sobre todo de sus silencios. Ahí caí. El primer beso llegó una semana después, el 8 de marzo de 1968».

En su primera boda, en Santiago de Chile en 1972.

(Carmen atesora fechas en su memoria con prodigiosa exactitud, tal vez porque durante un tiempo sus propios recuerdos fue lo único que no le quitaron).

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«Ya estábamos en casa pero mis papás se habían ido de vacaciones solos y nosotros, claro, aprovechamos para hacer una fiesta. Después de ese beso me dijo algo que extrañamente no soy capaz de recordar, pero fue algo como que 'esto puede durar un día o muchos muchos años'. Y fue lo segungo. Toda la vida».

Pero esa vida resultó de todo menos sencilla. Pelusa y Lucho se toparon, primero, con el rechazo de la familia de ella y después con algo bastante peor: el golpe de Estado de Pinochet, «el 11 de septiembre de 1973», otra fecha grabada, esta a fuego, literalmente. A lo primero le hicieron frente de una forma tan clásica como rotunda: «Pensamos en escaparnos, pero como no tuvimos el coraje decidimos 'embarazarnos', y así nos casamos, yo con una tripa de cuatro meses». Tenía 19 años, él tres más. De entonces Carmen conserva unas pocas fotos, vestida de rosa, «y con un cura porque se empeñó mi mamá». En los cuentos las cosas se acabarían aquí, pero a ellos les quedaba mucho por escribir, porque después de unos pocos meses, con su pequeño siendo aún un bebé -«Carlos Lenin, el segundo se lo puso su padre»- llegó Pinochet y mandó a parar.

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«Hacía apenas un día que yo había vuelto a Santiago con el niño. Ya veíamos que la cosa no iba bien. Lucho y yo estábamos muy implicados, muy comprometidos; él, de hecho, no había venido conmigo porque estaba defendiendo una presa a las afueras, el agua potable era un arma poderosa para los fascistas. Estuvimos días sin saber el uno del otro, si estábamos vivos o muertos, y así fue durante mucho tiempo, no solo en esta ocasión. Fue una época dura, durísima...».

«Una noche, a las tres de la mañana, llegaron a por mí. Los militares me sacaron de la cama a trompicones y me llevaron al horror; podría decir que estuve presa, pero no sería verdad, porque yo fui secuestrada. Me llevaron a Villa Grimaldi. Mi hijo se quedó en la casa, les oculté que era mío».

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En 2004 volvieron a casarse, esta vez en Gijón. JOAQUÍN PAÑEDA

La tristemente famosa Villa Grimaldi fue el más cruel de los centros de detención de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). A las afueras de Santiago y sobre una antigua hacienda expropiada, hasta 5.000 personas vivieron o malvivieron entre sus paredes entre 1974 y los últimos años 80. Muchos jamás volvieron, algunos siguen en la lista de 'desaparecidos'. El propio Sepúlveda situó allí uno de sus últimos libros: 'El fin de la historia' (2017). Y se lo dedicó a «'Sonia', la prisionera 824», que no es otra que Carmen, porque ese era su nombre en clave. ¿Su delito? Asistir a reuniones clandestinas y una imprenta casera en la que reproducía pasquines.

A 'Sonia', que hasta hace bien poco sonreía en su porche casi adolescente hablando de besos, de vino y de confidencias, se le quiebra la voz al pronunciar Villa Grimaldi. La mujer fuerte acostumbrada a lidiar con destierros y soledades, a criar prácticamente sola a sus hijos, a meterlo todo una y otra vez en una maleta, «la de todos los exilios», como tan bellamente describe en los versos de 'Sin regreso', se queda sin voz, esa que jamás levanta, porque su firmeza no conoce las estridencias. Pero respira y habla: «Ni perdono ni olvido porque creo que es importante que se haga justicia, muchos pagaron por lo que hicieron, pero otros tantos, no, que nadie olvide que Pinochet se murió en su cama». Y sigue hablando: «Te sacan de la celda, te desnudan y entonces... entonces sentada en una silla empiezan a meterte la corriente. Aquello era... Era... (...) Como me pasaba a mí, pude con ello, si le hubiera pasado a mi hijo, a mis padres, el dolor habría sido insoportable. Todavía siento lo que les hice sufrir, ellos sabían lo que pasaba cuando caías allá. Allá se torturaba, se violaba, se mataba... Muchos compañeros, muchas compañeras se quedaron... A mí me buscaron por las comisarías, me buscaron por las morgues... Pero un día me soltaron. ¿Sabes por qué? Porque me inventé una historia y se la creyeron. Les engañé con literatura, me dejaron una noche entera sola en una celda y ahí lo ideé, me creé un personaje, les conté lo inocente que era, dando datos falsos, con pelos y señales... y me dejaron marchar. Volví caminando a casa, ni sé cuántos kilómetros».

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¿Y Lucho? «A veces sabía de él, a veces no. Andábamos entre la clandestinidad, estábamos marcados. Yo a veces tenía que dejar al niño y me iba, otras estaba en la casa de mis padres. Teníamos toque de queda, como ahora, sí, pero era a las tres de la tarde y, bueno, tenía poco que ver. A él lo llevaron preso también y luego le llegó la pena». La pena es una sentencia de muerte que finalmente fue conmutada con el exilio, primero a Argentina, después Bolivia, Perú, Ecuador, Nicaragua hasta que cruzó el océano y se instaló en Europa, en Alemania.

«Antes de eso decidimos separar nuestros caminos, era todo tan tan difícil... No sé, obviamente me arrepentí de aquello, la prueba es que aquí estoy». El camino de Carmen siguió en Santiago de Chile hasta que en 1980 llegó un nuevo arresto, este domiciliario, y de ahí ya su condición de «refugiada en tránsito».

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«Dejé atrás todos los himnos/ y me fui descalza por los cauces/ apátridas», reza en uno de sus poemas.

Así llegó con su hijo a Buenos Aires «el 6 de marzo de 1981», donde vivieron seis meses en un hotel al amparo de las Naciones Unidas. Y bajo ese mismo amparo recaló en Estocolmo «el 26 de agosto de 1981». «Apenas tres meses antes, Lucho había ido allí a buscarnos. Llevábamos tiempo sin saber el uno del otro, pero yo antes de dejar Chile había llevado al niño a ver a su madre, a despedirse de su abuela, y, nunca supimos por qué, hubo esa confusión y no pudimos encontrarnos hasta tiempo después, casi un año. Celebramos juntos el décimo cumpleaños de Carlos y nuestro divorcio, todo al tiempo. Y desde ahí nos convertimos en los mejores amigos. Nos telefoneábamos, nos veíamos de vez en cuando, nos escribíamos... Siempre por el niño, siempre empezaba todo por el niño y acabábamos hablando de nosotros. De aquella fui la primera en leer 'El viejo que leía historias de amor', imagínate». La novela, escrita en 1988, catapultó a Sepúlveda a lo más alto: se ha traducido a 60 idiomas y se han vendido más de 18 millones de ejemplares desde entonces.

Paralelamente él había tenido una hija en Ecuador, Paulina, y se había casado después en Hamburgo con una alemana, Margarita Seven, con la que tuvo tres varones: Sebastián, Max y León. Carmen también vivió una historia que prefiere olvidar, pero de la que le queda el mejor de los recuerdos: su segundo hijo, Jorge Amadeus. Todos juntos conformaron y conforman una peculiar y robusta familia, la misma que Sepúlveda juntó por última vez poco antes de morir para celebrar su 70 cumpleaños.

Pero no nos adelantemos que Carmen y Lucho, de momento, aún son solo «los mejores amigos». Hasta el verano, otra vez el verano, de 1996. Han pasado más de veinte años desde el primer beso: «Empecé a enamorarme de nuevo, la verdad que sí, él hacía bonitas las cosas, tenía esa capacidad y creo que eso fue lo que me hizo caer otra vez». Eso y la mediación de la mismísima Margarita, sí, su ex, que se ofreció de canguro del pequeño Amadeus para que los dos se fueran un fin de semana solos a París. «Nuestro hijo ya era mayor y, cuando se enteró, ¿qué creerás que le dijo? Pues más bien le amenazó: 'Como se te ocurra hacerle daño te preparas'. '¿Cómo iba a hacerle daño?', le respondió su padre». Y así empezaron a escribir su segundo y definitivo capítulo. Cumplió la promesa.

«De aquel fin de semana en París recuerdo muchas cosas, pero la que más es que al segundo día al despertarnos me dijo: 'Pelusa, mañana nos vamos a vivir a España'. '¿Estás loco? Ni lo sueñes. Vamos a tomarnos las cosas con calma...'. Pues al verano siguiente ya estábamos aquí instalados, en esta misma casa», una casa en la que pronto hará 25 años que, por fin, dejaron el «tránsito» para echar raíces. «Hace unos años nos compramos una casita al sur de Chile, la idea era pasar allá seis meses y otros seis acá, pero, nada, terminamos por venderla». Tal vez porque su patria era estar juntos y porque Asturias les acogió como suele hacer esta tierra.

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El 21 agosto de 2004, de nuevo en verano, 32 años y un océano por medio, volvieron a casarse. Esta vez sin cura y con la entonces alcaldesa de Gijón, Paz Fernández Felgueroso, de maestra de ceremonias. Su hijo y su amigo, «más bien nuestro hermano», el fotógrafo Daniel Mordzinsky, fueron los testigos. La fiesta, en Las Delicias y «hasta la mañana siguiente, memorable».

Carmen se ríe al recordar cómo tuvo ella que ocuparse de todo: «Iba con una amiga a los restaurantes, y en muchos se pensaban que nos casábamos nosotras, él para eso era bastante desastre». De lo que más orgullosa está es de haber puesto en pie el Salón del Libro Iberoamericano, del que guarda mil anécdotas y con el que cada año no solo la ciudad sino su propia casa se llenaba de autores, libreros, editores, lectores de uno y otro lado del Atlántico. Bryce Echenique, Zoe Valdés, Quino, Santiago Roncagiolo, Rosa Regàs, Bernardo Atxaga, Javier Cercas, Rosa Montero... Todos pasearon sus libros por el Antiguo Instituto y probaron el legendario asado de Lucho. «Ni sé las veces que tuve que improvisar comidas, que me encontré desconocidos en mi propia casa... Era un caos, un caos maravilloso». Carmen tiene aún clavada la espina de un final abrupto: «Me dolió mucho que se ensuciara el proyecto. Lucho dejó mucho en el Salón. Todos los que le conocieron saben de sobra lo generoso que es... que era».

Era, sí, y es. Sepúlveda está en sus fabulosas historias, en sus libros, en sus películas, en sus reportajes. Sigue, literalmente, en su casa, mientras Carmen espera que «esta pesadilla pase» para llevar sus cenizas a la Patagonia. «Él era muy feliz aquí, pero tenía ese sueño, quería volver a Chile y voy a llevarlo. ¿Yo? Yo no sé a dónde iré, a veces solo quiero irme a la mierda... Me gustaría creer en Dios, tener una ventanita de esperanza. Para mí es muy difícil pensar que se fue y ya está. Nunca pensé que se fuera a morir, había pasado tantas cosas que creí que esta sería otra... Este es un dolor que yo nunca había sentido. Perdí a mis papás, a mis hermanos... Perdí tantas cosas por el camino... Sufrí, sí, sufrí, pero perderle a él... Este dolor es como tener a la muerte incrustada, es tenerla demasiado pegada».

¿Y ahora? «Tengo muchas vidas, muchas más que un gato. Nunca pensé que mi vida iba a ser así de complicada, pero aquí estoy. Me va a costar salir, cuando vuelva al mundo de nuevo, todo va a ser muy diferente. Pero todavía tengo algo que hacer: tengo a mis hijos, tengo a mis nietos, tengo un libro a medias, otro empezado... Volvería a vivir esta vida tan complicada, volvería sin duda, y volvería a hacerlo con Lucho, eso sobre todo».

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