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Que el pequeño pueblo de Taranes y el Tiatordos están hermanados es algo que, cualquiera que conozca un poco Ponga, se sabe bien. No en vano, el nombre de esta aldea montesina se debe a esa montaña misma, y a los truenos que retumbaban en ella los días de fuerte tormenta, como si Táranis mismo estuviera pegando con el puño en sus paredes y Júpiter estrellara rayos contra la piedra recta.
Tipo de ruta: Lineal (ida y vuelta por mismo trayecto)
Dificultad: Moderada
Distancia: 16 kilómetros
Tiempo aproximado: 6-7 horas
Altura máxima: 1940 metros, aproximadamente
Desnivel aproximado: 1546 metros
Por eso, por la ancestral unión entre el poblado y la montaña que lo cerca, esta excursión parte de Taranes caminando –siempre cuesta arriba- en busca del Sobanciu, o Tiatordos, popularmente conocido como «la montaña perfecta».
El apelativo a la perfección, por lo visto, se debe a que -aun siendo asequible- el Tiatordos es un monte duro; y, a la vez, combina todo tipo de terrenos de montaña en el sendero que lleva a su cima: tupidos bosques, amplia pradera, caminos empedrados, profundas hoces entre peñas, caliza caótica de alta montaña… y todo ello con vistas a los Picos de Europa, al ecosistema clorofila que es Ponga entera y a los largos e imposibles bosques de Casu.
Sea o no la montaña perfecta, lo cierto es que la ruta que conduce de Taranes al Tiatordos es inolvidable: bella, impresionante, desafiante, salvaje y pura. Un camino que pone a prueba pero, al tiempo, enamora. Una excusa para asomarse a una pared vertical, alzada a casi 2000 metros. Una pausa entre los miles de ruidos mundanos para entrar (como por agujero de gusano) en un universo aparte dominado por infinitas paletas de verde, agua bailando, aires puros y vistas inmortales.
La ruta comienza unos metros antes de alcanzar Taranes, en una pronunciada curva con un puente en la que encontramos un pequeño aparcamiento. Justo enfrente de este sale un camino, paralelo al río: por ahí hay que ir.
Dos molinos medio en pie y un antiguo lavadero señalan la importancia de ese pequeño gran cauce que suena correr mientras se dan los primeros pasos: un río que formó parte siempre de la vida, del sustento, del día a día de los vecinos de este lugar, mucho antes de que las lavadoras, el agua corriente o las enormes cadenas de supermercados fueran algo común. Ahora, exhala soledad. Aunque el camino empedrado que sube internándose en las montañas aún recuerda claros los tiempos en los que sus cantos rodados eran pisados diariamente por aquellos que encontraban en los altos muchos tesoros para la subsistencia.
La senda está señalada como PR-304, con marcas amarillas y rojas que acompañan todo el trayecto. A la par, un cartel indicativo advierte que la vía que se sigue se interna en la Foz de la Escalada, profundo tajo entre rocas tallado y dominado por el transitar acuoso, y que –nada más empezar a andar- toca superar un pronunciado desnivel que abarca también un hayedo.
Solo unos pasos hacia arriba ya ofrecen una perspectiva nueva del paisaje: con Taranes desdibujándose, colgado de la ladera, cada vez más escondido entre la tupida floresta. Y unos metros más allá, un poco más alto, comienza la magia, cogiendo un camino de piedra labrada que asciende encajonado entre verticales paredes, siempre a la vera del río Taranes, ganando altura por un pasadizo de roca
El avance por este pasillo estrecho no es sencillo, aunque su encantadora estampa compensa la dureza de su subida: piedra a piedra, siempre rodeados de saltos de agua, el sendero asciende veloz y resbaladizo a la sombra de vetustos árboles y frondosos arbustos que le dan un aire calidoscópico.
Tras superarla, se recomienda mirar atrás: para observar la tajada de piedra transitada, el verdor, la altura ganada y los Picos de Europa con su reina, la Peña Santa, desperezándose en la distancia.
Dejando atrás la Foz, se ignora un cruce a mano derecha para seguir recto por un camino, estrecho y sigiloso, que se interna lentamente en el bosque, cambiando la gama cromática, los aromas, la temperatura y la banda sonora en muy pocos metros.
Lo llaman la Bufona. Y aunque en él la presencia de castaños, robles, avellanos y fresnos es continua, aquí dominan las hayas: retorcidas, prendidas de piedras con raíces inmensas, enormes y presumidas, que van abrazando al caminante e introduciéndolo en un ambiente fresco, lleno de contrastes lumínicos y fuerza, donde parece sonar constante una vetusta nana vegetal que arrulla agradablemente.
Eso sí, la cuesta no cesa: el camino está empecinado en entornarse hacia arriba, poniendo a prueba voluntad y rodillas sin dar tregua un instante. Pero cada paso parece costar menos cuando se avanza por este lugar como detenido en el tiempo.
Tras el profundo y acogedor bosque, se abre una zona abierta, con el Tiatordos ya destacado al frente. El sendero ahora comienza a ladearse ligeramente a la derecha, transitando por un hondo y amplio valle rumbo a la majada de Entregües, puerto ganadero plagado de cabañas, ruido de cencerros, luz abierta y nutritivos pastos.
En la misma majada, un cartel con forma de flecha nos indica la dirección a tomar, con claro rumbo a la izquierda, cruzando por cómodos y delgados senderos una tímida riega que divide el paisaje de pastos en dos, siempre con el Tiatordos en la vista.
Tras un leve llaneo, el camino vuelve a su empeño vertical, ahora por un terreno pintado de vegetación baja y una alfombra mullida de césped húmedo que conduce, directa, a la majada del Tiatordos
Y aunque desde sus pies la subida no parece costosa ni las alturas lejanas, mucho cuidado: la ladera es mentirosa. Aún queda salvar un pronunciado desnivel de 400 metros para alcanzar los 1950 desde los que mira el Tiatordos. Aún queda la traca final, el truco de magia, el remate de un camino bellísimo que no da tregua un instante.
Lo mejor, si la miramos desde abajo, es coger un sendero que sube (marcado por algunos jitos y marcas de pintura) desde el lado izquierdo, haciendo eses impertérritas por un declive que parece entornarse a cada paso dado.
En realidad, ya queda muy poco. Alrededor de 3000 huellas hacia adelante y hacia arriba, por un firme de piedra, tozudo y arisco, hasta que -repentina e inconfundible- la cima escarpada del Tiatordos aparece en la distancia, mostrando su forma de balcón enorme, vertical y pétreo, sobre los territorios ponguetos.
Esta es una cima de impresión. Un enclave de esos de alta montaña que no deja el alma indiferente. Una cresta de caída picada por su cara este que bien parece haber sido colocada por una deidad generosa, a fin de que los simples mortales disfruten de la grandiosidad y belleza de la orografía asturiana a vista de pájaro y en formato gran angular.
Y no es sólo llegar. No son sólo los Picos de Europa, impresionantes, estirándose perezosos para acariciar las nubes. No es sólo la Peña Santa, el Torrecerredo… ni sólo las Ubiñas, blancas como faros al fondo de un mar de montañas…Tampoco es sólo el verdor de Ponga y Casu, la forma piramidal del Pierzu, la hermosa y altanera Peña Salón, ni la visión diminuta de San Juan de Beleñu … son las chobas, desafiando al vértigo, cantando escandalosas y jugando a perseguirse… Es el aire, limpio y frío, que se enreda en las alturas… Es la sensación de vuelo, sobre las majadas y amplísimos bosques que rodean este torreón. Es esta montaña. Algo que ella tiene.
La llaman Sobanciu. Y Tiatordos. Y dicen de ella que es la montaña perfecta. Y aunque montañas hay muchas y perfectas muchísimas, la verdad es que esta tiene un «algo» especial. Un carisma que te enreda, una belleza y una fuerza exclusivas. Una forma de bailar y abrazar que hace que ya nunca quieras (ni puedas) olvidarla.
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