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El destino al que nos acercamos hoy es ligeramente distinto a los habituales: en lugar de ascender a una cumbre señera y atisbar alrededor desde su punto más alto, nuestros pasos nos llevarán a las profundidades, a las tripas mismas de la montaña, las cuales atravesaremos para contemplar dos enormes bocas, abiertas centímetro a centímetro por el agua, unidas por el curso de un río que hace de sendero de conexión entre ellas y configura una ruta, corta pero con mucha potencia, a la denominada «catedral de la espeleología» asturiana: la cueva del Tinganón.
Este lugar es un híbrido perfecto de espeleología y barrancos. Un sitio ideal para todos aquellos amantes de la montaña que deseen explorar estos dos deportes de aventura sin someterse a enormes desafíos. Una cavidad formidable, con una belleza exquisita, enormes estalactitas, masas calcáreas gigantes de formas caleidoscópicas y una altura tan importante que en muchas de sus galerías bien podría alzarse una basílica… una especie de agujero de gusano, recorriendo las entrañas terrestres, donde imperan el silencio, la oscuridad absoluta y el murmullo constante del agua.
Horario: 3 horas (aprox)
Distancia: 4,39 kilómetros
Dificultad: Moderada
Tipo de recorrido: Ida y vuelta
Lugar de salida y llegada: Llovio (Ribadesella) N-634
Nota importante: el track marca desde el lugar donde se aparca hasta la entrada de la cueva: dentro del Tinganón no hay señal. La cueva, en total, son 2kms ida+vuelta.
Advertencia: Si no se tiene experiencia ni material (linterna, casco, traje de neopreno y calzado de montaña) se recomienda realizar esta ruta con la ayuda de un guía profesional de la zona.
Antes de marcar los pasos para llegar al Tinganón, es importante señalar que no estamos andando un camino cualquiera: esta es una actividad de espeleología y, como tal, tiene mucha adrenalina pero también ciertos riesgos. Lo mejor (si no tenemos experiencia ni material adecuado y queremos realizarla con garantías de satisfacción) es contactar con un guía profesional de la zona.
Empezamos nuestra ruta en la localidad de Lloviu (Ribadesella), a muy poca distancia del mar cantábrico y de los Picos de Europa, internándonos en el valle a través de un camino bien marcado que, poco a poco, empieza a cerrarse entre vegetación, agua y rocas.
Este primer tramo, necesario para alcanzar la cueva del Tinganón, asciende durante poco menos de un kilómetro por un bosque en el que, paulatinamente, como salpicaduras de piedra sobre la tierra boscosa, comienzan a aparecer rocas, procedentes del interior de la cueva y transportadas por el río durante cientos y miles de años. Mientras, el sendero se vuelve cada vez más pendiente y el cauce del río, que nos acompaña desde el inicio, comienza a sonar más intenso, acompañando caídas y toboganes conformados por grandes bloques de roca que se van salvando, con precaución y buen agarre, y elevan al caminante hasta la entrada de la cueva.
El ascenso final es escarpado, un pequeño cañón de agua en la espesura boscosa que nos muestra, ya muy cerca e inconfundible, la boca principal del Tinganón, bien abierta en la pared bajo la que termina el camino, ya desdibujado pero fácil de seguir si no perdemos de vista el río y seguimos ascendiendo por su vera en la dirección contraria que él traza.
La entrada del Tinganón no deja espacio a la indiferencia: un enorme agujero vertical, adornado de vegetación y con una dimensión espectacular, nos da la bienvenida, abriéndose hacia dentro y hacia arriba, como la entrada a una monumental catedral en la que, en lugar de santos, reina esa penumbra tenue que precede a la oscuridad absoluta.
Para alcanzar la enorme boca y pasar por ella, antes debemos salvar un pequeño paso en el que hay instalada una cuerda: media docena de movimientos agarrados a un pasamanos, salvando un pequeño tramo vertical que nos asoma a los adentros del Tinganón
Sólo por el intenso paseo hasta aquí y por la belleza de esta entrada, ya merece la pena acercarse a esta cueva. A partir de este punto, la aventura cambia de traje y empieza a trazar sendero por el interior, estriado, de la montaña que hace un rato nos daba sombra.
De nuevo, es importante señalar que –a partir de este punto del camino- para entrar en la cueva hace falta un equipo de seguridad mínimo (casco, neopreno, linterna, calzado de montaña, arnés, mosquetones, cuerdas…) o, mejor, si no tenemos experiencia, contactar con un guía profesional (en la zona hay muchas empresas de aventura que cuentan con guías preparados).
Nos disponemos a atravesar, por el interior de la tierra, el valle del Peme, en cuyo punto más bajo nos encontramos ahora. Por delante tenemos 1000 metros de camino y 65 metros de desnivel (a oscuras, por el interior de la tierra y ascendiendo un río), amparados bajo un techo de piedra caliza que se levanta, constante, por encima de los 50 metros, y avanzando por galerías que se estrechan y se ensanchan, a modo de pasillos intrincados. A cada cuál, más espectacular.
El agua es la madre de la cueva del Tinganón y nos acompaña durante todo el camino, inundando muchos pasajes y llegando –a veces- a la cintura. Agua de lluvia, de nieves, de deshielos… horadando el terreno cavernoso con la calma de quién se sabe poseedor de todo el tiempo del mundo. A nuestro alrededor, cascadas, pequeños lagos, charcas y toboganes, grabados sobre enormes masas pétreas de formas caprichosas. Fue esta agua la que construyó este mundo subterráneo, buscando fisuras para penetrar y abrirse camino, creando intrincadas y laberínticas redes de conductos y relieves kársticos hasta acabar por formar el curso de un río… conformando, ella sola, un paisaje invertido, escondido, ajeno a la mano del hombre y marcado por el silencio de siglos, eras y cambios de clima.
Vigilando nuestro trepar, además de pequeñas manadas de murciélagos, estalactitas: muchas de ellas rectas, como pequeños troncos de agua creciendo al revés, y otras con formas onduladas, petrificadas en movimiento, bailando sin moverse en la negrura y el silencio.
Así, avanzando entre canales, agua, pasillos y enormes rocas, vamos llegando a la otra ventana del Tinganón, la que se abre en la parte alta del valle de Peme, nuestra «cumbre» del día de hoy: se nota en el aire (que ya introduce notas aromáticas de exterior en la caverna) y en la luz, que empieza a entreverse, difusa, rebotando entre las grietas.
El arco de esta salida de la cueva, de unos 60 metros de altura, se encuentra en una gran galería final, circular, plagada de grandes rocas desprendidas de las paredes que pueden aprovecharse para ascender hasta casi el techo y practicar el arte de rappelar, caminando por las paredes como si de un suelo se tratase. No es obligatorio. Sólo un punto de recreo ideal para acometer pequeñas maniobras con cuerdas y mosquetones. También está la opción de escalar hasta la boca saliente, con mucha precaución y asegurándonos con cuerdas, para mirar el paisaje de fuera: la sierra de Cueva Negra debe, sin duda, su nombre al Tinganón, un agujero gigante en el monte principal de este lugar tan verde.
Cuando queramos volver a nuestro punto de partida, sólo tenemos que reandar nuestros pasos, volviendo a adentrarnos en las tripas de la montaña y dejándonos llevar por la corriente del río, que dibuja el camino de regreso a través de los mismos pasillos y grutas que ascendimos hace un rato. Sin embargo, el simple cambio de dirección da al trayecto una perspectiva nueva, más veloz y con más posibilidades para jugar a dar pequeños saltos, practicar algún rappel más o dejarse llevar por los toboganes, hasta alcanzar de nuevo la boca de la cueva por la que habíamos penetrado inicialmente.
Toca despedirnos del Tinganón: después del tiempo dentro, salir afuera tiene un punto especial, como si la luz de siempre estuviese tocada de matices muy distintos. Para descansar de la caminata aún resta recorrer el trecho exterior de vuelta, bajando a la vera del río hasta encontrarnos de nuevo en Lloviu, punto inicial y final de esta pequeña excursión conociendo los intestinos terrestres.
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