Estatua de Pelayo en Covadonga. Nel Acebal

La batalla de Covadonga, un episodio entre la narración bélica y el mito

La leyenda rodea a una historia que sí tiene visos de haber sido real, a pesar de la exageración de las crónicas regias y la intencionalidad política de las mismas

Sábado, 8 de septiembre 2018, 05:04

Aprestábanse ya los primeros rayos de sol a iluminar el monte Auseva cuando el señor Pelagio, príncipe de los astures y último de los godos, sintió el olor a muerte del metal de las espadas de las tropas de Al Qama, el brazo militar del ... valí Ambasa. Aquella sería la última batalla, la definitiva, que librarían contra el musulmán. Al Qama mandaba a 180.000 hombres bien armados; Pelagio, a apenas tres centenares, debilitados por lo prolongado de unas rencillas que les estaban matando de hambre. Se prepararon las hondas y se enristraron las lanzas y se dispararon las saetas. Solo valía un milagro. Y lo hubo: la mismísima virgen María, aparecida entre las rocas de la cueva, hacía volver hacia los honderos las piedras que arrojaban a los cristianos. Días más tarde y regado el monte de cadáveres, el gobernador bereber Munuza puso pies en polvorosa. La Reconquista había comenzado.

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Así, o poco más o menos, es como narra la historia la crónica de Alfonso III, escrita un siglo y medio después de aquella batalla en terreno cangués que, hasta entonces, no había sido recogida por nadie más. Del texto, aparentemente encargado por el rey que también mandó construir la Cruz de la Victoria –el alma de esta, según la leyenda, es una cruz de madera caída desde el cielo a manos de Pelayo en pleno hecho bélico–, se han conservado dos versiones. La rotense primero y la ovetense después, al igual que una crónica regia aparentemente anterior –la Albeldense– hacen especial hincapié en reafirmar al rey como descendiente de la sangre goda de Pelayo y continuador de una misión de unificación en torno al cristianismo.

¿Qué pudo haber de cierto en ello? Vayamos a los historiadores. José Luis Corral, medievalista de la Universidad de Zaragoza, ha negado en rotundo la existencia de lucha alguna en el Auseva. ¿Por qué, si no, la Crónica Mozárabe –escrita apenas tres décadas después de la batalla, allá por 754– no hace referencia alguna a ella? Corral alude a un invento del rey Alfonso, interesado en legitimar su posición de poder en una época conflictiva. Desde Oviedo, el también catedrático de Historia Medieval y sacerdote Francisco Javier Fernández Conde no es tan categórico. «Fue una escaramuza con buenos propagandistas», afirma.

Nada raro en el mundo medieval. La leyenda de Covadonga presenta paralelismos evidentes con otras historias como la de la batalla del puente Milvio o el mito artúrico, e incluso la crónica alfonsina parece olvidarse de los musulmanes para referirse, biblícamente, a los enemigos de Pelayo como «caldeos». Un fenómeno también comprobado en el Cid y aumentado en ambos casos, a lo largo de los siglos, por el Romanticismo literario. No es moco de pavo: el filólogo Agustín Coletes afirma que, en el siglo XIX, el mito de Pelayo llegó hasta los Estados Unidos, arropado por una literatura que amaba las leyendas de héroes medievales y los destinos épicos de gallardos luchadores a honda y espada.

¿Todo está perdido? No. No es motivo de preocupación el saber que la historia, especialmente la más lejana, se sumerge a veces también en la leyenda y coquetea con el mito. Aún es más: el misterio sobre su veracidad y de cómo y por qué se llegó a narrar como hoy se narra la hace aún más apasionante. En torno a la figura de Pelayo, lo único que tiene claro la historiografía actual es que probablemente la batalla que le elevó a los altares en los libros de historia asturianos ocurriera en 722 y no en 718, y que su objetivo no fuera unificar un territorio, España, no existente hasta siglos posteriores, sino levantarse contra el pago de impuestos por parte de la autoridad cordobesa.

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La cual, con todo y con eso, sí se replegó. Munuza huye con las tropas que le quedan poco después de la batalla y, a la altura de Cantabria, les pilla un argayo mortal. Aquí, más cerca, la arqueología habla: en lo alto del monte de La Carisa, entre Aller y Lena, alguien construyó fortificaciones para impedir el paso de gentes que vinieran desde la meseta, por donde habían llegado los musulmanes. Sí: en el siglo VIII. Allá, poco más o menos, cuando Pelayo fue elegido líder de la resistencia.

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