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Nuccio Ordine creció en un pueblo sin escuela y en una casa sin libros. Este filósofo, ganador del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, fue hijo de una madre y un padre que no pudieron ni siquiera ir al instituto, pero que nunca –jamás– le condenaron a la ignorancia. Nacido en Diamante, un pequeño rincón de Calabria (Italia), aprendió a leer gracias a la televisión, a una buena profesora y a los tebeos que vendía su abuelo en un quiosco. Él nunca se avergonzó de esos orígenes humildes; todo lo contrario, los reivindicaba para recordarle al mundo que esos comienzos no condenan a nadie a vivir para siempre en el desconocimiento.
De hecho, Ordine huyó y se fue muy lejos de la incultura desde el momento en que un profesor le transmitió el amor por los libros. Él entonces tenía muy pocos recursos para comprar ejemplares, pero todo lo que iba ahorrando se lo gastaba en adquirir nuevas obras que le abrieran ventanas a otros mundos, repletos de sabiduría. Así, el inocente niño de Calabria fue conociendo a Goethe, a Shakespeare, a Cervantes y a todos esos clásicos que cambiaron su forma de ver el mundo y que permanecieron para siempre a su lado.
Y, cuando ya estaba trementamente enamorado de las letras, le tocó emprender su camino universitario y lo tuvo claro. Su padre quería que se convirtiera en abogado, pero él sabía que el Derecho no le haría feliz, así que se formó en Literatura e Historia y cometió el que probablemente fuera el acierto de su vida. De la facultad ya no saldría nunca porque ejerció como profesor de Literatura Italiana en la Universidad de Calabria y formó parte de otras muchas instituciones, ya que fue presidente del Centro Internazionale di Studi Telesiani, Bruniani e Campanelliani. Además fue miembro del Centro de Harvard de estudios italianos del Renacimiento, así como del Alexander von Humboldt Stiftung. A todo esto hay que sumar que, en diversas ocasiones, fue invitado por universidades norteamericanas y europeas como Yale y La Sorbona, así como nombrado honoris causa en universidades de distintos rincones del mundo.
Pero, más allá de su carrera como docente, si por algo destacó Ordine es por su contribución a la literatura, a través de diversos títulos que conviene leer para empaparse de sus enseñanzas. 'Clásicos para la vida' es uno de los imprescindibles porque, en él, el pensador repasa las reflexiones de algunos de los clásicos más destacados de todos los tiempos. Mientras que, en 'El umbral de la sombra', analiza el pensamiento de Giordano Bruno, que orbitaba alrededor de filosofía, literatura y pintura.
Porque esas disciplinas eran cruciales para Ordine, tal y como demostró en 'La utilidad de lo inútil'. En esta obra hizo hincapié en que no se puede dejar morir lo gratuito porque, si la sociedad solo buscara producir, él estaba convencido de que llegaríamos a una colectividad enferma, que perdería el sentido de sí misma. Lo creía así porque Ordine tenía claro que el papel de los seres humanos es hacer más humana la humanidad, no convertirnos en una factoría que busca dinero constantemente.
Ordine también defendía la importancia de tener buenas escuelas y buenas universidades. Él creía firmemente en el poder de los buenos maestros, esos que enseñan a los alumnos que los clásicos no se estudian para aprobar un examen, sino para comprender mucho mejor la vida. Además, el italiano estaba convencido de que las aulas deberían estar libres de tecnología y apostaba por dejar atrás la prisa y la inmediatez.
Para él, las universidades no podían ser centros que vendieran títulos a los estudiantes, pues creía que lo importante era el camino, la formación, no la licenciatura. «El estudiante tiene que estudiar para ser mejor. Y después, cuando sea mejor, puede ganar dinero, pero con una dignidad humana y moral necesaria», solía decir. Tampoco quería que la educación funcionara como una empresa porque odiaba que los profesores se comportaran como burócratas. Le parecía que, si los docentes estaban hundidos en el papeleo, sería imposible que pusieran entusiasmo en las aulas. Además, insistía en que un buen profesor debería estar siempre estudiando y preparando las clases para que sus alumnos recibieran la mejor lección posible.
Él lo hizo así siempre, hasta el último día que pudo, porque el 10 de junio de este año falleció, a los 64 años, en el hospital Annuziata de Cosenza. Unos días antes le había dado un derrame cerebral y, desde entonces, su estado de salud fue delicadísimo. Tanto que no pudo superar la enfermedad y la sociedad perdió a un pensador fundamental de nuestro tiempo, solo un mes después de que le hubieran concedido el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. De aquella, cuando él lo recibió, aseguró que era «un gran honor haber recogido este prestigioso galardón» y se lo dedicó a «quienes enseñan y cambian silenciosamente con su sacrificio la vida de sus alumnos». Pensaba, por ejemplo, en quienes «en una choza africana o en un pueblo pobre de Calabria o Hispanoamérica, realizan un milagro: permitir a los estudiantes pobres dar ese salto cultural y social que nuestra sociedad sea más justa e igualitaria». A él, hace muchos años, le cambió la vida un profesor y, por eso, un hombre que había nacido en una casa sin libros, murió en un hogar que atesoraba más de 30.000 ejemplares.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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