Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales
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Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales
Hélène Carrère, la visión profética y poliédrica dela gran RusiaEra Hélène Carrère D'Encausse una de las máximas encarnaciones de las letras francesas y autora de monografías de investigación, de biografías y de grandes ensayos de interpretación histórica sobre ese mayúsculo territorio y esa ingente comunidad humana que en su momento se englobaba dentro de lo que era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un avispero que los sucesivos puños de hierro de Stalin y sus sucesores mantuvo más o menos calmado –la paz de los cementerios, en ocasiones– pero que hoy es el centro del conflicto armado con mayores y más graves repercusiones en la sociopolítica de este planeta.
Reza por ello el acta del jurado de los Premios Princesa de Ciencias Sociales que la obra de esta autora «constituye la aportación más sustantiva que se haya hecho en las últimas décadas al conocimiento de la Unión Soviética y Rusia, uno de los temas esenciales para la comprensión del mundo contemporáneo».
Tenía una ventaja y una carga la que con el andar del tiempo sería la primera mujer en ocupar el puesto de secretaria perpetua de la Academia Francesa. Y decimos que tenía una ventaja y una carga, porque Hélène Carrère nació en el seno de los Zourabichvili, una familia noble georgiana (Georgia formó parte de Rusia entre 1794 y 1918, y se integró en la URSS en 1922), si bien su madre era de origen ruso y alemán. Como tantos nobles rusos y de otras repúblicas que acabaron en el ámbito soviético, su familia, ya sin su padre, acabó en Francia, donde ella adquiriría la nacionalidad con 21 años. Conocía, pues, bien desde dentro el objeto máximo de su estudio, la URSS, y supo lidiar con la carga del resentimiento que atormentó a otros nobles y sus hijos, para afrontar un análisis en profundidad de un ámbito casi inabarcable, los 17 millones y medio de kilómetros cuadrados de la URSS, sus 120 nacionalidades y sus otros tantos, o más, idiomas. Fue también parlamentaria europea desde 1994, en un momento en el que su conocimiento del ámbito ruso la llevó a formar parte de las delegaciones para las relaciones con Rusia de la UE.
Y tan pronto como en 1978 fue capaz de un logro digno del personaje de Hari Seldom y su psicohistoria. Decía el protagonista de 'La Fundación' (del norteamericano de origen ruso Isaac Asimov) que dada una comunidad humana de un tamaño lo suficientemente grande como para que operasen las leyes de la estadística, sería posible predicir grosso modo su futuro. Ella, Hélène Carrére, escribió un ensayo, 'L'Empire eclaté' que ya anunciaba el final de la URSS en un momento en el que, recordarán los lectores que superen el medio siglo de vida, Occidente vivía bajo el síndrome del terror nuclear de la Guerra Fría y pendiente de que la aparentemente omnipotente URSS decidiese avanzar hacia Bonn. O bombardearla. En ese momento, el análisis de Hélène Carrére, concediendo, eso sí, un papel histórico al peso demográfico de las repúblicas soviéticas de mayoría musulmana que finalmente no fue de tanta relevancia, anunciaba un final de la URSS que también sostenía sobre causas multifactoriales. Recuerda el filólogo e historiador de la Complutense Ángel Luis Encinas, que coincidió al menos en cinco congresos en Moscú con la Premio Princesa entre 2002 y 2012, que Carrère «hacía un análisis muy pormenorizado de las causas de la caída, hablando del fracaso de los planes quinquenales y de la división de la nomenclatura del partido comunista, pero también aludiendo a que la URSS fue un país creado artificialmente como resultas de la I Guerra Mundial y de las revoluciones, en un proceso corto e impuesto por Lenin», a quien Carrère dedicó también un estudio de referencia titulado con el sobrenombre que Vladímir Ilích Uliánov tomó del río Lena, en el que la autora gala rompe con la imagen clásica de que Lenin fue el revolucionario idealista y Stalin, el implacable gestor que impuso el totalitarismo con la burocratización del Partido y la creación de una formidable maquinaria del terror.
Al contrario, Carrère evidencia que fue Lenin quienmodeló el partido y el padre de la policía política que implantó el poder totalitario, sin olvidar que los brotes de violencia antisemita, los campos de concentración, los asesinatos masivos comenzaron con él. La historiadora francesa tuvo la ocasión y el coraje de bucear en documentos secretos hasta que su empeño los sacó a la luz y mostró al gran público el nivel de detalle con que Lenin conducía la represión, además de probar que el distanciamiento entre Lenin y Stalin no empieza hasta finales de 1922.
Ese país que nace del empeño de los revolucionarios –muchos de ellos bienintencionados, muchos de ellos purgados en las sucesivas luchas de poder– tiene, según explica Carrère, un recorrido limitado por su propia esencia. Se trata de una estructura inabarcable que se desarrolla en un mundo muy diferente al de hoy en día, «incapaz de un desarrollo industrial consistente salvo en lo militar y en la carrera espacial», al punto de que «los dirigentes son incapaces de crar un mercado único», mientras «la enormidad y diversidad del país chocan con redes de distribución ineficaces, corruptas y extemporáneas que llevan a una escasez estructural de los productos de la industria ligera, las manufacturas y los alimentos». Las semillas claras de una sociedad permanentemente al borde del conflicto interno, que la constante represión no ayuda a calmar, sino solo a silenciar aparentemente.
Explica el profesor Ángel Luis Encinas que «en Moscú la escuché no pocas veces hablar de la disparidad y divorcio entre los logros espaciales y la incapacidad de poner máquinas de coser en los hogares soviéticos».
El hecho de haberse atrevido a pronosticar el fin de la URSS supuso uno de los grandes espaldarazos de su carrera, con un prestigio creciente a ambos lados de lo que había sido el Telón de Hierro. Y eso que, muy en la línea de otra grande de las ciencias sociales y las letras, la hebrea Hannah Arendt, Carrère siempre ha dejado claro que comprender un fenómeno histórico e, incluso, darle una explicación no supone ni de lejos justificarlo.
Le ocurrió, por ejemplo, cuando al principio del siglo XXI fue recibida en varias ocasiones por el mismísimo Vladimir Putin, apenas llegado al poder y notablemente deslumbrado por su figura intelectual, al punto de concederle un papel extraoficial de intermediaria con occidente. Muchos años después, se la acusó de estar a favor de Putin (ya con la guerra de Ucrania en marcha). Ella esgrimió una argumentación que cualquier periodista o profesional de las ciencias sociales haría suya con orgullo:«Si uno intenta explicar le dicen 'Ah, es usted putinófila'. Pues yo, en conciencia, prefiero explicar. El trabajo del historiador, del científico, no es amar o detestar, sino intentar comprender». Y debe ser un fenómeno común a estas profesiones a veces muy poco comprendidas, porque Hannah Arendt ya había dicho en la televisión alemana en 1964 que «lo esencial para mí es comprender. Y a esta comprensión remite también, en mi caso, la escritura. La escritura es parte del proceso de comprensión». Arendt, al igual que Carrère, quería desentrañar las causas de los totalitarismos y del pensamiento único.
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