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El primer capítulo del libro 'Fuego y Cenizas', de Michael Ignatieff (Toronto, 1947), se titula 'Arrogancia'. En él, cuenta cómo una noche de octubre de 2004 tres hombres fueron a buscarlo hasta su casa en Massachussets, EE UU, para reclutarlo como candidato del Partido Liberal de Canadá, que en aquel momento tenía el poder. La propuesta, según el propio Ignatieff, era «increíble», ya que hacía más de 30 años que ni siquiera vivía en su país. Aquellos hombres, del núcleo de la formación política, tenían la convicción de que había que dar un golpe de timón si querían seguir gobernando y, por eso mismo, decidieron realizar aquella visita.
Antes de convertirse en político, Ignatieff había sido historiador, investigador en el King's College de Cambridge, periodista en Gran Bretaña y profesor en Harvard. Además, había colaborado en la campaña del primer ministro Pierre Trudeau en 1968 y había dedicado prácticamente toda su vida al estudio de la política y los derechos humanos. ¿Qué podía salir mal? Esa era la pregunta que se hacía Ignatieff, pero el paso por el mundo de la política de este filósofo, intelectual y académico canadiense es la constatación de que una cosa es la teoría y otra muy distinta la práctica. De hecho, él mismo, años después, acabaría preguntándose justo lo contrario: «¿Cómo es posible que una persona sucumba tan completamente a la arrogancia?». Explica que uno de los motivos que lo llevaron a aceptar la propuesta fue que aspiraba a hacer «grandes cosas por los demás», pero acabó sufriendo el peor resultado electoral de la historia del Partido Liberal y se dio de bruces con la realidad: «Ahora vivo con la pena de que nunca seré capaz de hacer nada». Ignatieff defiende, sin embargo, que «el fracaso posee sus privilegios».
Pese al varapalo, se recompuso y publicó su historia personal como tributo a la política y a los políticos. «Salí de mi experiencia con un acrecentado respeto por los políticos como clase y con una fortalecida fe en el buen juicio de los ciudadanos». Su visión es que los políticos son guardianes de la democracia, una democracia que, bajo su criterio, se encuentra amenazada por un fenómeno que ha analizado y combatido a lo largo de toda su vida desde su convicción liberal: los nacionalismos. Del mismo modo que Ignatieff lamenta su arrogancia de hace 20 años, a la hora de hablar de la democracia lo hace desde la humildad: «Si llegas a ser elegido como representante parlamentario (...) intenta recordar que no eres más inteligente que las instituciones. Ellas están ahí para hacerte mejor de lo que eres». Hace tan solo unos meses, en la conferencia que ofreció tras conocerse que había sido premiado, ya fue tajante al sostener que «el riesgo de la democracia es la gente que se sitúa al margen de lo constitucional».
Mucho antes de fracasar en política, allá por 1994, Ignatieff publicó 'Sangre y Pertenencia', un ensayo basado en una serie que realizó para la BBC en el que recoge que el nacionalismo –la verdadera obsesión de su carrera– es una doctrina que, básicamente, sostiene que el mundo se divide en naciones con derecho de autodeterminación. Esa autodeterminación requiere, además, la condición de estado. Plantea, al mismo tiempo, el federalismo no como ideología política –puesto que no lo es–, sino como antítesis del propio nacionalismo, al buscar reconciliar dos principios divergentes: el principio de etnicidad, según el cual los pueblos quieren ser gobernados por los suyos, y el principio de civismo, que sostiene que los extraños que quieren vivir en comunidad tienen que hacerlo en igualdad, dejando de lado su etnicidad y centrándose en su ciudadanía. Sin embargo, Ignatieff considera que el paisaje posterior a la Guerra Fría resulta «irreconocible», con el divorcio entre la República Checa y Eslovaquia, la guerra civil en Yugoslavia, el colapso de la URSS o el auge del separatismo en Quebec.
Por motivos obvios, el nacionalismo en Canadá tocó de cerca a Ignatieff, pero también el de Ucrania o, más recientemiente, el de Hungría. Allí, en Budapest, ejerció desde 2016 hasta 2021 como rector de la Central European University –financiada por George Soros– y mantuvo varios enfrentamientos con el Gobierno de Viktor Orbán hasta que la institución se vio obligada a trasladarse a Viena en lo que Ignatieff calificó como «un ataque atroz a la libertad académica».
En 'Sangre y Pertenencia' se pregunta el autor:«¿No es el nacionalismo simplemente un ejercicio de 'kitsch'? ¿De ferviente insinceridad emocional? Sobre todo en Ucrania. Ha sido parte de Rusia durante siglos. Ahora tienen un estado, pero ¿son realmente una nación?». Ignatieff puede hablar de este conflicto con conocimiento no solo teórico o académico. Su abuelo, ruso, pasó los primeros 30 años de su vida en Ucrania, fue a la escuela en Odessa y disfrutaba de las vacaciones en Crimea. Cuenta que, para sus abuelos, «Kiev era más que una ciudad rusa, era la cuna de la identidad nacional rusa (...). Ahora, sorprendentemente, era la capital de un nuevo estado independiente». En 1994, Ignatieff aseguraba tener «problemas para tomarme en serio a Ucrania» y reconocía: «En algún lugar de mi interior soy lo que los ucranianos llamarían un defensor de la Gran Rusia».
Décadas después, la situación ha cambiado y su postura no deja lugar a dudas. «Si no se detiene a Putin en Ucrania, no podremos estar seguros en el resto de fronteras de la Unión Europea», afirmaba el pasado mes de mayo, aunque mostraba también su vertiente diplomática: «Rusia es parte de Europa y deberíamos tener buenas relaciones con ellos, pero tienen que entender que no se pueden cambiar las fronteras a la fuerza».
Ese mismo día, Michael Ignatieff, huyendo de las soluciones mágicas, lanzó un mensaje sobre cómo se debe abordar el auge de los nacionalismos en las sociedades modernas: «Se trata de un problema que puede ser manejado, pero no arreglado».
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
Clara Alba y José A. González
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