La música cinematográfica no siempre ha estado bien valorada entre el gremio de la música clásica, debido quizás a la errónea etiqueta de «música al servicio de la imagen», no obstante, al igual que en otras manifestaciones artísticas que compendian diferentes disciplinas (la ópera o el ballet son dos claros ejemplos) la partitura juega un papel vital en el desarrollo de la trama: no solo la acompaña, sino que la comenta, la anticipa si es necesario, o la ilumina (si no me creen piensen en el terror que nos asalta en los momentos previos a la aparición de cierto escualo en la celebérrima cinta de Steven Spielberg)
Tanto Williams como Morricone son dos de los más importantes contribuyentes al resurgimiento de la gran música de cine allá por los años 70, cuando Hollywood había dado la espalda a la gran música sinfónica, herencia de la época dorada de la industria del cine, para adentrarse en los sonidos que se acercaban más a la realidad del momento (con algunas maravillosas excepciones como la de Jerry Goldsmith). Ambos son además magníficos intérpretes de su propia música, como lo demuestran sus innumerables compromisos dirigiendo a las más grandes orquestas del panorama internacional. Y los dos están, como corresponde a los más grandes artistas, en posesión de un lenguaje propio, personal e inconfundible.
John Williams, neoyorquino criado en los escenarios de los clubes de jazz donde su padre ejercía como percusionista, ha mostrado siempre un lenguaje que bebe de las fuentes de los grandes sinfonistas de tradición germánica (en su música es patente la influencia de los R. Strauss, Korngold, Steiner, Dvorak o Holst por citar algunos de los más evidentes), con grandes y brillantes orquestaciones como muestra la saga de «La guerra de las galaxias» y un uso frecuente del «leit motiv» —idea o motivo musical asociado a un personaje en concreto—, sirva como ejemplo el anteriormente citado para la película «Tiburón»: uno no tiene más que escuchar esas dos notas en el registro más grave de la orquesta para percibir la inminente presencia del implacable gigante blanco. Gran dominador además, como no podía ser de otra forma dados sus orígenes, de las fórmulas jazzísticas (como deja patente en la maravillosa música de La Cantina de Star Wars), alcanzó sin embargo uno de sus mayores éxitos, y en mi humilde opinión quizás su obra maestra, con el descorazonador y melancólico canto del violín de «La lista de Schindler».
Ennio Morricone, hijo de un trompetista y nacido en el barrio romano de Trastévere, muestra una faceta compositiva mucho más íntima que la de su colega neoyorquino: una genuina mezcla entre la melancolía urbana de «Érase una vez en América» (el tema de Deborah siempre me ha recordado un poco a la música del Copland más urbano y solitario, el del primer movimiento de su maravilloso concierto para clarinete y orquesta), la nostalgia que impregna «Cinema Paradiso», y el remanso de paz del mítico oboe de Gabriel en «La Misión», todo ello aderezado con la inagotable elocuencia melódica de los creadores transalpinos. No obstante, y al igual que Williams, Morricone muestra su versatilidad adentrándose en los terrenos de la ampulosidad orquestal y energía rítmica en «Los intocables de Eliot Ness», y sobre todo una desbordante imaginación tímbrica desde sus inicios en el Spaguetti Western junto a su amigo Sergio Leone donde la utilización de trompetas, banjos, armónicas, silbidos y castañuelas, por nombrar unos pocos, es absolutamente magistral.
En fin, confío en que disculpen mi exagerada verborrea, supongo que es fruto del entusiasmo que aún me invade (escribo estas letras pocas horas después del fallo del jurado) por el, al menos a mi juicio, más que merecido reconocimiento a dos artistas capaces de trasladarnos a la butaca de un cine cada vez que escuchamos su música.
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