El manual de estilo de la política gijonesa desaconseja meterse en dos asuntos: la reforma del Muro y el fútbol. Demasiado arriesgado. El día que Vicente Álvarez Areces se enteró de que el alcalde de La Coruña había renunciado a reformar su fachada marítima ... por la oposición ciudadana se subió a un coche y se plantó en Madrid. No regresó hasta que el ministro de turno quedó convencido de que ningún lugar mejor que Gijón para gastar el dinero que pensaba ahorrarse. Areces reformó el Muro por completo. Y salvó al Sporting en una operación en la que muchos vaticinaron el final de su carrera. El estilo Areces no entendía de precauciones. Si creía en algo, lo defendía. Cuando se empeñaba en un proyecto, la renuncia no entraba en sus cálculos. Transformó Gijón y llegó a la Presidencia de Asturias cuando hasta sus detractores en el PSOE se convencieron de que solo Tini les garantizaba la victoria. Quienes formaron parte de sus gobiernos recuerdan su extenuante interés por conocer cada detalle de los expedientes, su capacidad para fajarse en la tribuna de oradores del Parlamento durante horas y, por supuesto, su empeño por recorrer Asturias. Areces hacía política en la moqueta y en las caleyas. La misma sonrisa recibía a una estrella de cine que a un alcalde que le pedía rebachear una carretera. Con idéntica pasión analizaba la coyuntura internacional que explicaba en la barra de un bar sus proyectos para Asturias. Tuvo legión de incondicionales. También furibundos detractores. Unos y otros se los ganaba con su atrevimiento para discrepar y su empeño por llevar a cabo unos planes en los que todo parecía estar programado. Desde el modelo de una baldosa a la construcción de un nuevo hospital o la ampliación del puerto de Gijón. Con sus logros y sus fracasos se escribe la historia de Asturias de los últimos cuarenta años. Tanto, que su apellido acabó por definir una etapa.
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Pero su huella no quedará solo en las placas inaugurales que recordarán su paso en infinidad de grandes y pequeñas obras. Areces el socialista, el alcalde, el presidente y el senador fue un político antes que cualquier otra cosa. Mientras le aplaudían multitudes en sus mítines o cuando se empeñaba en recorrer Asturias casi en solitario y medio cojo. Nunca pensó en abandonar la política ni dejó de creer en ella. Para él, el pacto era siempre la mejor alternativa y los votos que le elegían conllevaban la responsabilidad de defender sus ideas y una democracia cuyo coste recordaba siempre. Esa tarea no incluía descansos. Hace apenas unos meses, ofreció uno de sus últimos mítines en plena calle. De regreso a casa de madrugada por el centro de Gijón, unos jóvenes, animados por la hora, increparon al veterano senador. Solo consiguieron desatar una intervención de cuarenta minutos que acabó por formar un corrillo en la acera alrededor de Tini, que regaló al exiguo auditorio toda una lección sobre la necesidad de la buena política para cerrar la puerta al totalitarismo. Como si acabara de empezar su primera campaña. Por eso, cuando le insinuaban la posibilidad de jubilarse, Areces apelaba a la genética de su familia para expresar su confianza en que todavía le quedara mucha carrera por delante. «Con cargo o sin él, pero creo que aún puedo aportar cosas», decía. La retirada, como la rendición, no formaba parte de sus planes. Nunca supo ni quiso separar la política de su vida. Para él eran lo mismo. Defendió su gestión y sus principios hasta su último día. Le preocupaba el descrédito de los partidos y las instituciones. Pero no quiso vivir del pasado cuando cabía pelear por el futuro. Su trayectoria es su mayor legado.
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