Soledad Saavedra y Areces compartieron tres décadas de convivencia y tuvieron un hijo, Alberto. :: E. C.

El guaje de La Arena que llegó a alcalde

Vicente Álvarez Areces, que siempre llevó a gala sus orígenes playos, ya destacaba de adolescente como un gran orador

LAURA MAYORDOMO

GIJÓN.

Viernes, 18 de enero 2019, 14:05

«Los de La Arena nunca me abandonan, siempre están conmigo». Vicente Álvarez Areces llevaba a gala sus orígenes playos y su estrecho vínculo con el barrio que le vio nacer en 1943 y en el que forjó amistades que ya le acompañarían de por vida. A las duras y a las maduras. Dicen quienes lo trataron de guaje que el segundo de los cuatro hijos -el primer varón- del matrimonio compuesto por Nieves Areces Vázquez, maestra nacida en Olloniego, y Vicente Álvarez Aneas, guardia civil natural de Otívar (Granada), nacido en la calle Ezcurdia, en las proximidades del viejo Grupo Covadonga, ya apuntaba maneras entonces. Ya tenía madera de orador. Aunque no fuera ésta una habilidad que le gustara lucir con frecuencia, cuando lo hacía dejaba ojipláticos a sus compañeros de correrías.

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La de Tini, apelativo cariñoso que le puso una de sus hermanas, fue una infancia de las de entonces. De las de jugar en la calle, a la salida de la Escuela Graduada de Niños y Niñas de El Arenal -hoy Colegio Público Los Campos- en la que daba clases su madre. De las de participar en campeonatos de pesca en el río Piles y bañarse en el pedrero de San Lorenzo. De las de embelesarse con las películas en blanco y negro que se proyectaban en el cine Los Campos y que él, por las estrecheces económicas propias de una familia trabajadora como la suya, veía en 'gallinero'. Infancia que trocó en una adolescencia de las de disputar partidos en la playa, donde destacaba como interior izquierda. En esos inicios futbolísticos formó parte del equipo Kikelín, patrocinado por Chocolates Kike, con el que llegó a embolsarse 25 pesetas de la época por la prima que los jugadores recibieron al vencer al Chocolates Aguirre. Más tarde, pasaría a engrosar las filas del Ceares.

En el deporte, como en la vida, se reveló un compañero «entrañable», «colaborador» y especialmente volcado con el más débil. Rasgos que le dignificaban y que años más tarde le harían merecedor de la primera insignia de oro de la peña Amigos de La Arena, distinción que llevaba a gala. Porque para él su mayor orgullo era haber nacido en La Arena. Eso, y haber llegado a alcalde de su ciudad.

Dos matrimonios y dos hijos

Con excepción del periodo en el que cumplió el servicio militar, de su barrio de toda la vida no salió hasta que, en 1968, se matriculó en la carrera de Matemáticas en la Universidad de Santiago de Compostela, estudios que compaginó con la docencia en un colegio público de Pontedeume. En Galicia conoció a la que posteriormente se convertiría en su primera mujer, Isabel Rodríguez. De aquel primer matrimonio nació su primogénito, Manuel Carlos Álvarez-Areces, hoy profesor del departamento de Derecho Público de la Universidad de Oviedo.

A Soledad Saavedra, su segunda esposa, su compañera desde hace más de tres décadas, la conoció ejerciendo el cargo de director provincial de Educación. Él tenía 40 años. Ella, 28 y un hijo de corta edad de un matrimonio anterior. Se casaron, en una ceremonia civil, el 16 de abril de 1988 y cuatro años más tarde venía al mundo en Cabueñes el único hijo común de la pareja, al que pusieron el segundo nombre de su padre. Un padre que, pese a las responsabilidades políticas, trató en todo momento de no descuidar la atención a su vástago, con el que disfrutaba compartiendo tardes de fútbol en El Molinón, animando al Sporting. Cuando Álvarez Areces ya era presidente del Principado, era habitual verle acompañar al pequeño Alberto hasta la parada del autobús escolar. Incluso acercarse hasta la puerta del colegio Río Piles para, en un gesto de protección paternal, observar discretamente su entrada en el centro educativo desde el coche oficial que poco después le llevaría hasta la sede del Gobierno regional, en la calle Suárez de la Riva, donde tenía su despacho.

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El otro, el extraoficial, lo tuvo hasta su último día en el Café Dindurra, a escasos metros de su domicilio familiar, donde fraguó acuerdos políticos apurando cafés.

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