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Luchamos en una guerra en la que nuestro enemigo es un kamikaze casi sin edad para tener el carné de conducir. La Policía cree que un joven de origen marroquí, que hablaba catalán y nunca había mostrado interés por la religión, fue quien enfiló Las Ramblas a toda velocidad en una furgoneta con la que fue cazando a los transeúntes. Zigzagueando para teñir de sangre la calle que Lorca llamó la más alegre del mundo, «la única donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año». El asesino formaba parte de una célula yihadista cuyos integrantes apenas tenían suficientes años para pensar que su vida había comenzado, pero dispuestos a inmolarse para alcanzar un inexistente paraíso de néctares y huríes. Un grupo de adolescentes que en pocos meses pasaron de darle patadas a un balón en la escuela de fútbol sala de su pueblo a pedir el exterminio de todos los infieles. Un proceso de radicalización exprés en el que resulta improbable que tuvieran tiempo de leerse las enseñanzas de un libro que pervierten.
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