Es habitual en los ordenamientos jurídicos modernos no conceder a ningún derecho fundamental carácter absoluto. El ordenamiento jurídico español no es una excepción. Así, todo derecho, por muy importante que sea, no puede devenir en un derecho absoluto e ilimitado, pues ello difuminaría totalmente las ideas de libertad y democracia. Cuando, como suele suceder, colisionan varios derechos fundamentales, habrá de ponderarse en cada caso, sin límites estrictos apriorísticos, cuál ha de prevalecer atendiendo a determinadas pautas y valorando las circunstancias de cada caso. Esta es la labor del jurista y, en última instancia, del juzgador.

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Nuestro texto constitucional es muy claro cuando define la libertad de información como el derecho a comunicar o recibir libremente información (sobre hechos) veraz por cualquier medio de difusión. Es un derecho tanto para el receptor como para el emisor y, adicionalmente, para éste implica el deber de asegurarse de que lo que traslada es veraz. La libertad de expresión no tiene un sustrato fáctico tan claro, sino que tiene por objeto expresar pensamientos, ideas, opiniones y juicios de valor. Un límite claro es que en el ejercicio de esta libertad no cabe la inclusión de expresiones injuriosas, vejatorias o infamantes, siempre atendiendo al contexto de la opinión emitida.

Un periodista, a la hora de relatar unos hechos o expresar una opinión, puede entrar en colisión con el derecho al honor de una persona, que cabe definir como su reputación, fama o buen nombre ante terceros; o con su derecho a la intimidad personal y familiar, es decir, a reservar del conocimiento público un ámbito de su vida personal o familiar. Si bien la solución variaría caso por caso, el periodista habrá cumplido con su labor cuando quepa considerar a su pieza como un reportaje neutral tal y como lo han venido configurando nuestros tribunales. Resulta interesante destacar que su génesis, no obstante, es estadounidense, en concreto a raíz del caso New York Times contra Sullivan, allá por los años 60 del siglo pasado. Es decir, el periodista habrá cumplido, a priori, con la norma si lo que traslada es una información de hechos que pueda demostrarse como veraz, comprobada mediante los cánones de la profesión periodística y excluyendo los meros rumores o insidias. Se toleran incluso los errores si la labor de investigación fue correcta. Asimismo, la información ha de tener relevancia pública y desenvolverse en el marco del interés general del asunto que se refiera. No puede solo servir de satisfacción de la curiosidad ajena, sino que debe cumplir con ese deber de información que se exige también al periodista y que modula su derecho a informar.

Los matices, como es habitual en derecho, son la clave. Así, una información veraz relativa a un personaje público (un político, un famoso deportista, un cantante de renombre, etcétera), incluso si se trata de una información relativa a su esfera íntima, personal o familiar, se ajustará a derecho si atendiendo a las circunstancias del caso cumple con las anteriores reglas generales. Resulta evidente que una determinada información, de forma subjetiva, puede no resultar del gusto del aludido por la misma o de terceras personas, pero siempre que resulte veraz y que tenga suficiente relevancia pública como para que merezca ser conocida por la sociedad no debería reportar para el profesional de la información ningún perjuicio o reproche sancionador.

En un mundo globalizado, donde toda información tiene una repercusión inmediata, es de recibo por tanto exigir al profesional una escrupulosa labor periodística, pues trasladar una información no veraz como tal puede conllevar serios perjuicios a los aludidos por ésta. La falta del suficiente rigor debe, por tanto, ser objeto de reproche no sólo moral, sino legal. Ahora bien, el ordenamiento debe proteger como mínimo con el mismo celo a los profesionales que, tras no pocas horas de indagación y cotejo de fuentes, trasladan a la opinión pública informaciones veraces sobre hechos y personas que pueden afectar al conjunto de la sociedad y sin las cuales no es que ya se cercene el derecho de los periodistas a comunicar información, sino el del conjunto de la sociedad a recibirlo.

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