S. M. el Rey Don Felipe, en su despacho del Palacio de la Zarzuela.

Felipe VI endereza la corona en su primer año como Rey

Culmina un primer año de reinado plagado de gestos para limpiar la imagen de la Casa Real y recuperar el prestigio perdido por los escándalos

Paula De las Heras

Viernes, 19 de junio 2015, 06:36

Si un reto tenía Felipe de Borbón el día que fue proclamado Rey ante las Cortes Generales, hoy hace un año, era el de salvar la Monarquía. Hoy la aseveración resulta exagerada y ese es, probablemente, el mejor elogio que puede recibir el nuevo Monarca. La Corona sigue sin encontrarse, como ocurre con el resto de las instituciones constitucionales, en su mejor momento pero ya muy pocos la ven como un problema y, desde luego, ha cesado el goteo incesante de noticias que alimentaban su descrédito. Esta misma semana decidió cortar por lo sano para evitar el daño que aún pudiera causar el procesamiento de la infanta Cristina y en un drástico golpe de efecto la desposeyó del título de duquesa de Palma.

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La medida, la única que ya estaba en su mano, puesto que aunque lo desee no puede apartarla de línea de sucesión, apuntala la conducta que le ha guiado estos meses. El 2 de junio de 2014, cuando don Juan Carlos cogió al país por sorpresa y anunció su abdicación, lo hizo consciente de que ni él, ni lo que era peor, la Corona podrían resistir por más tiempo el desgaste que habían supuesto el estallido del "caso Noós"; el descubrimiento de que don Juan le había dejado una herencia en cuentas suizas; sus viajes con la aristócrata alemana y mujer de negocios Corina zu Sayn Wittgenstein y otras noticias que alimentaban la idea de un comportamiento impropio amparado bajo el manto de la inviolabilidad que le brindaba la Carta Magna. Menos aún, en un clima de hartazgo y anhelos de regeneración que él, a sus 76 años y con su delicada salud, jamás podría volver a satisfacer.

Todo eso lo sabía el viejo Monarca, que en un gesto elocuente incluso evitó estar presente en el acto de proclamación de su heredero en el Congreso, y lo sabía también el nuevo Rey, que hizo del compromiso con una «conducta íntegra y honesta» uno de los ejes de su discurso. Apenas un mes después, quiso demostrar que no se quedaría sólo en palabras. Anunció su intención de someter las cuentas de la Monarquía a una auditoría externa de la Intervención General del Estado y además prohibió a los miembros de la Familia Real dedicarse a cualquier actividad privada y ajena a sus responsabilidades institucionales.

La sucesión, rápida y sigilosa, salió mejor de lo que habría cabido prever para los pocos -el jefe del Ejecutivo, la vicepresidenta, y los exvicepresidentes- que habían estado en el "ajo" . Pese a lo que auguraba el resultado electoral de las europeas, en las que los dos grandes partidos que han sido sustento de la Monarquía parlamentaria perdieron 30 puntos en porcentaje de votos, apenas hubo contestación republicana en las calles (tampoco excesivo entusiasmo monárquico). Y doce meses después puede hablarse incluso de normalización.

Ni siquiera Podemos, el partido emergente que se vislumbraba como una amenaza para los principales referentes sistema del 78 se muestra beligerante con la Corona. Es más, a pesar de que sostiene que el Rey tendría que ser refrendado como jefe del Estado por los ciudadanos, el secretario general de la formación que se mueve entre la izquierda anticapitalista y la socialdemocracia, Pablo Iglesias, sólo tiene buenas palabras hacia don Felipe y ha llegado a decir que sin duda los españoles le darían el "sí" porque despierta una «enorme simpatía».

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Cambio y continuidad

Los sondeos del CIS, aún así, indican que aún hay trabajo por hacer. El rey Felipe se ha esforzado en dar a la Monarquía una pátina de modernidad y por acompasar algunos de sus comportamientos a los de una sociedad mucho más abierta que la de 1975. En su proclamación como primer Monarca constitucional de un Estado aconfesional no hubo símbolos religiosos, al contrario que en la de su padre; su discurso careció de la más mínima referencia a Dios y tampoco se celebró misa alguna; de las invitaciones al Palacio Real se ha caído la fórmula protocolaria que aparecía en cada encabezado, «Su Majestad el Rey (que Dios guarde)», y en las juras de los ministros la Biblia y el crucifijo han pasado a ser opcionales. Eso sí, mantuvo la primera visita al Vaticano.

Ha habido más signos de renovación, dentro de un marco general de continuidad. Al comienzo de su reinado, los Monarcas abrieron por primera vez las puertas del Palacio Real al colectivo homosexual; ya no se anuncia la entrada del Rey en los actos oficiales; Felipe VI no acepta regalos que puedan «comprometer la dignidad» de sus funciones ni para él ni para su Familia (que oficialmente se reduce ya a don Juan Carlos y Doña Sofía, la Reina, la Princesa de Asturias y la infanta Sofía) y en los primeros presupuestos que le ha correspondido fijar, los de 2015, se bajó el sueldo un 20% respecto a lo que cobraba su progenitor.

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Ahora, el 57,4 % de los españoles valora de manera positiva su gestión, según la encuesta que el centro público realizó hace dos meses, pero así y todo, la Monarquía sigue sin lograr el aprobado. Del 3,72 que recibió de nota media en abril de 2014, un mes antes de la abdicación de don Juan Carlos, ha pasado al 4,34, es decir, 0,62 puntos más. El Rey es un actor importante en el orden institucional de España pero, precisamente por el carácter más bien simbólico de su figura, difícilmente podrá encontrar la legitimación en otra cosa que no sea el día a día. Su padre, que tuvo en su mano todos los poderes y renunció a ellos en pro de la Transición democrática, se ganó el puesto para muchos españoles con su actuación el 23F. A Felipe VI le queda el gota a gota.

Es más discreto en las cuestiones políticas, pero también muy constante. A lo largo de este año ha visitado Cataluña en cuatro ocasiones y ha rebajado considerablemente el tono de su antecesor, que en pleno auge independentista y con los ánimos exacerbados por la crisis, llegó a publicar una polémica carta en la que conminó a no «dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas». Su primer acto fuera de Madrid fue en Gerona y allí no sólo se declaró «orgulloso» de la lengua catalana y elogió el amor de los catalanes a su tierra y su cultura, también apostó por la «colaboración sincera» como forma de colmar las «legítimas aspiraciones» de cada persona, una expresión que no pasó desapercibida.

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El nuevo Monarca tiene muy claro que el papel de «árbitro del funcionamiento regular de las instituciones», que le atribuye la Constitución, implica no hacer declaraciones que interfieran en el debate político. Así que es medido, pero no indiferente. En su discurso de Navidad, por ejemplo, no faltó una clara llamada de atención al presidente de la Generalitat, Artur Mas, que en torno a aquellos días de pulso soberanista llegó a tildar al Gobierno de España de «adversario de Cataluña». «Nadie en España es hoy adversario de nadie», replicó el Rey.

No ha descuidado tampoco, y quizá es uno de los ámbitos en los que mayor reconocimiento ha cosechado, otra de sus principales funciones: las relaciones internacionales. El Ejecutivo confió en él la defensa, ante la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, de la candidatura española al Consejo de Seguridad. La cita le sirvió además para presentarse a la sociedad internacional y para celebrar un encuentro con el presidente de los Estados Unidos, Barak Obama. Su último viaje oficial, a Francia, también resultó y dejó una imagen poco común: la ovación de los representantes de la República.

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