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pablo antón marín estrada
Viernes, 2 de octubre 2015, 20:09
Dicen que hay dos sonidos en el monte que, aunque se hayan escuchado una sola vez, nunca se olvidan: el aullido del lobo y la berrea. Son las seis y media de la mañana. La oscuridad sería total de no ser por esta luna con la que se despide septiembre y que ilumina el mar de los montes como un faro inmóvil. Ascendemos en un todoterreno por una pista que en ocasiones compite en verticalidad con la potente tracción del vehículo y en algunas curvas es preciso maniobrar con precisión para salvar el trazado, en el que no cabrían dos caballerías a la par.
A pesar de la luna y de que Bárbara, nuestra guía, ilustra el trayecto, elogiando las maravillas arbóreas entre las que vamos transcurriendo: hayas centenarias de caprichosas formas a las que llaman «de columpio», acebos con categoría de árbol, robles solitarios camuflados entre helechos y arándanos, a través de las ventanillas sólo vemos vagas sombras espectrales de complicadas formas. De pronto algo parecido a un rayo naranja pasa corriendo frente a las luces del coche: podría ser un gato, pero el penacho de la cola con el que parece ir impulsando su huída, delata su condición de zorro. Un raposín aún joven, al que quizá le hayamos dado el susto de la noche.
Tras unos interminables repechos alcanzamos nuestro destino, una pequeña explanada a unos mil metros de altitud, donde ya no hay posibilidad de seguir sobre cuatro ruedas. Aún falta una hora aproximada para que comience a amanecer. En medio del bosque el silencio es absoluto. Mientras Bárbara distribuye entre nosotros linternas frontales para ver por dónde pisamos y unas varas de avellano para ayudar en el camino monte arriba, allá en lo más alto o tal vez en las profundidades del valle en esas alturas la procedencia de los sonidos puede ser engañosa se escucha algo similar a los quejidos de una legión de almas en pena despeñadas por una sima: es la salmodia de la berrea. Ya no hay duda de que cuando se escucha por primera vez raramente se podrá olvidar.
Estamos en plenos dominios del Parque Natural de Redes. La luna se alza sobre los riscos de Peña Mea y el Retriñón. Al norte y al sur, se vislumbran unos lejanos puntitos de luz en lo más profundo del valle, son probablemente las luces de La Pola de Laviana y de Soto de Agues. Ascendemos lentamente entre acebos y toxos, por una senda apenas intuida por nuestros pies y la vara de avellano, con la guía de la linterna, hacia uno de los posibles observatorios. Nuestra guía calcula que llegaremos con el día ya amanecido, una promesa de franjas blancas, azules e irisadas que va ya apoderándose por tramos del firmamento estrellado hacia oriente.
En la subida apenas cruzamos palabra y cuando toca avisar de algún paso resbaladizo, un ramo de toxos inoportuno o el mejor trecho para pasar, lo hacemos en susurros, imitando a Bárbara que abre la marcha. La sigue Román, el fotógrafo; Montse y Carlos, una pareja de barceloneses que decidieron incorporarse a la expedición la noche anterior; Dalia, reportera gráfica en prácticas; detrás va uno, parándose de vez en vez para tomar aliento y disfrutar del paisaje que va iluminándose en fragmentos, como una escenografía. En una de esas paradas, descubro una silueta borrosa que se pierde tras unos arbustos, se oye perfectamente su resuello y sus pisadas, deslizando piedra monte abajo.
El corazón de quien asiste por primer vez a la berrea se sobresalta ante cualquier sorpresa inesperada y si tiene cuatro patas, un tamaño bastante superior al de un perro grande, resuella y trisca entre los matorrales, está a punto de salírsele de madre en taquicardia. Enfoco con la lamparita de frente y veo las crines negras de una yegua bailando en el viento mientras se pierde por el otro lado del collado. Los venados no son tan parsimoniosos ni siquiera en esta época de celo en la que andan un tanto alelados por sus disputas entre machos y sus pavoneos ante las hembras.
Están ahí, más cerca de lo que pensamos. El día todavía no ha completado su conquista de las cumbres para luego descender hacia los valles. Los berridos provienen ahora no hay duda de las masas de arbolado que tenemos a ambos lados de la cima hacia la que subimos. Realmente es un sonido que estremece. Por momentos nos resulta casi humano, demasiado humano. Son gritos de desafío y orgullo, si realmente tuviesen naturaleza humana, podríamos decir, a lo Félix Rodríguez de La Fuente,que son cánticos de autoafirmación sobre la tierra de los vivos, aunque también podrían ser lamentos de agonía.
Después de dos horas de ruta desde que montamos al todoterreno, sobre las ocho y media de la mañana el día ya apenas tiene rincones en los que combatir a la oscuridad. Estamos en la costera de Llaímo. La mañana despejada nos invita a una amplia panorámica de las principales cotas asturianas: al nordeste el Sueve, al suroeste los Picos de Europa, a nuestro alrededor el cordal de la Peña Mayor, la Xamoca, al sur las Ubiñas. Bárbara nos hace un gesto para que nos agachemos, señala con su vara hacia un collado cercano.
Primero les oímos. Luego, buscándolos con los prismáticos y los teleobjetivos, distinguimos claramente a dos machos jóvenes que aparentan ir uno frente a otro. No es habitual encontrar a dos machos tan cerca. Aparece un tercer ejemplar que se escabulle por la masa boscosa, podría ser una hembra y que hubiese otras con ella. Un rayo de sol ilumina la costera y podemos verlos a simple vista. Uno de los machos alza la testuz y el berrido que retumba amplificado por el eco sale de su garganta, ya no es un sonido abstracto.
Más tarde sobre la cima de Los Casares una antigua braña de pastores, a 1.400 metros sobre el nivel del mar volveremos a verlos más lejos. En esta ocasión es un macho al que siguen media docena de hembras. Se escuchan más berridos en los hayedos cercanos. Tal vez sean los últimos de la mañana. Los venados de Redes, como los de otros territorios de Asturias y de toda la Península Ibérica, volverán a dejase oír a últimas horas de la tarde.
Es el rito que se cumple cada otoño, entre finales de septiembre y principios de octubre. Quien haya escuchado la berrea alguna vez, no le resultará fácil olvidarlo. Si además los ha visto, como nosotros, no tendrá ninguna duda de que es alguien inmensamente afortunado.
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Abel Verano y Lidia Carvajal
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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