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El eco de las pisadas resuena en los pasillos vacíos de la Escuela de Minas de Oviedo, como si el edificio mismo se resistiera a despedir a su último guardián. José Antonio Testera, conserje de la institución durante más de 45 años, se jubila y deja atrás una vida entre aulas, laboratorios y un sinfín de recuerdos. En sus ojos brilla una mezcla de nostalgia y gratitud, mientras cierra la puerta de una etapa que empezó cuando apenas tenía 18 años.
Era el año 1979 cuando Testera aprobó la oposición de subalterno. Aquel joven de Tudela Veguín llegó a la Escuela de Minas en una época en la que sólo existían dos facultades de esta disciplina en toda España: Madrid y Oviedo. Su destino estaba marcado por los muros de este edificio histórico, que lo vio crecer y lo adoptó como parte de su esencia. Dos años después, recién casado, solicitó una de las dos viviendas disponibles en el recinto, un espacio que había quedado vacío y que, con el tiempo, se convertiría en su hogar. «No era fácil encontrarla, tenía su truco», manifiesta a EL COMERCIO con una sonrisa cómplice.
El traslado de la Escuela de Minas a Mieres, completado el año pasado, ha dejado para otros menesteres –se convertirá en el gran pabellón de gobierno de la Universidad– un lugar que durante décadas fue un hervidero de actividad estudiantil. «Echo de menos a mis compañeros, muchos de los cuales fueron trasladándose a otras facultades cuando se anunció el cambio», comenta.
A pesar de los incontables rectores que pasaron por allí, nunca tuvo un sólo conflicto con ninguno. Pero guarda un aprecio especial por aquel que firmó la adjudicación de su vivienda, un acto que selló su arraigo a este lugar: «De todos guardo mucho cariño, pero cuando me adjudicaron la vivienda firmó Alfonso Hevia- Canga y recuerdo ese momento como algo especial», cuenta.
Durante la conversación con este diario, alumnos y profesores le saludan con un cariño palpable y es que José Antonio siempre estaba ahí para lo que pudieran necesitar. Su presencia era una constante en las celebraciones de Santa Bárbara, que recuerda como las mejores de la escuela, así como las jornadas maratonianas de exámenes y los momentos cotidianos que tejían el alma de la facultad. Años atrás, su hijo, recientemente fallecido, también se convirtió en parte de esta pequeña comunidad. «Él se crió aquí y yo siempre le decía que esto algún día se iba a acabar», recuerda con la voz entrecortada.
Hoy, José Antonio Testera está en plena mudanza. Su próximo destino es una casa en Pando, donde ejercerá de alcalde de barrio, un nuevo rol que le permitirá seguir vinculado a la comunidad. «No me aburriré», asegura con una sonrisa, aunque admite que la nostalgia lo acompañará. Tras él quedan unas puertas que desde el 30 de noviembre quedaron cerradas oficialmente para él y para las que se resiste a decir el adiós definitivo: «Ahora toca otra cosa, quiero moverme un poco y viajar», dice al tiempo que baja las escaleras del edificio y cierra un largo capítulo vital.
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