Ahora que estamos con el debate del peaje en las autovías, no es fácil soslayar las dificultades que la orografía asturiana genera en los proyectos de infraestructuras. Baste contar los túneles y pasos elevados que nuestras principales vías de comunicación presentan de Este a Oeste ... y de Norte a Sur.

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Cuento, como dato revelador que, por casualidad, entre mi domicilio ovetense y la casa del pueblo que me acogió hace años, hay exactamente ochenta kilómetros. Pues bien, en todos los múltiplos de diez se pasa por encima o por debajo de un puente. Uniones que salvan ríos, grandes y pequeños o, simplemente, desniveles poco frecuentes en la Meseta. Entre otros, dejo abajo al Nalón, ya enriquecido con las aguas del Narcea.

Y vuelvo, como ovetense, a nuestra joya hidrográfica, tan vinculada a la historia industrial de la región. Lo hago con el recuerdo, de una letra que, parasitando las notas del 'Asturias, patria querida', nos enseñaban en la escuela y en la que, entre otras cosas, se enumeraban las localidades que atravesaba. Como todos los críos, la repetía en casa y recuerdo a mi padre sonreír al oír los topónimos del curso fluvial y preguntarme: - ¿Y Oviedo? Porque, en efecto, aunque ni Fruela ni el Rey Casto ni el primitivo asentamiento monacal, buscaran las orillas del Nalón, quizá porque el agua no escaseaba, el gran río astur pasa bien cerca del actual centro de la capital y no es fácil de entender que si, entre otras localidades ovetenses, pasa por Caces, Puerto, Udrión, Godos, Olloniego o Veguín, aún, hasta en libros de Geografía, se minimice la enorme huella que deja por valles y desfiladeros de nuestro concejo.

No soy sospechoso de 'centralismo fluvial' porque, desde Sobrescobio a Candamo, tengo, bien cerca, sangre de todos los términos municipales que baña el Nalón. Y si le añadimos sus afluentes puede parecer que exagero. Justamente, hace una década, estudié para mi ingreso en el RIDEA algunas de las desventuras de los puentes asturianos, tan castigados por la naturaleza y las escasas partidas para su conservación o reparación. Y ahí me encontré con no pocos sucedidos en el entorno de Oviedo; concejo que cuenta con otras riquezas hídricas que merece la pena conservar y mejorar en estos tiempos de preocupación -ojalá- por el patrimonio natural.

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Pero Oviedo también tuvo -y aún tiene- otro tipo de puentes 'de secano'. No hace tanto que se eliminó, con luces y alguna sombra, el llamado cinturón de hierro, sustituyéndolo por una operación apellidada 'verde'. Algunas de esas estructuras se han restaurado y llevado a otros lugares. Pero, poco antes de esta actuación, básicamente de los noventa del siglo pasado, se había ensanchado ya alguna calle -caso de Independencia- a costa de instalaciones ferroviarias y para hacer una ronda. Oviedo, con todo, había sido una ciudad adelantada a su tiempo con el cubrimiento de la trinchera de Renfe hasta su salida en las inmediaciones del actual parque de Invierno. Pero muchos recordarán, aún -en estos meses hay un debate sobre la operación arquitectónica de la llamada 'casa de los tiros'-, el angosto puente que, desde el inicio de La Argañosa, daba acceso a Ramiro I y al Naranco. Cruzarse dos vehículos era, prácticamente, misión imposible y las aceras parecían lugar propio para funámbulos. Bien lo recuerdo de cuando, en una de mis primeras experiencias al volante, me quedé allí clavado, saliendo a auxiliarme un conductor del 'Traval' -entonces concesionaria de autobuses- quien, tras una experta maniobra, sin pretenderlo, me sonrojó al dar por supuesto que ni era, ni conocía la ciudad donde había nacido veinte años antes.

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