Casi a la vez que me llega el recibo del seguro del coche, tengo noticia de que una compañera ha tenido, afortunadamente sin daños personales, un accidente en la 'Y', al caérsele a un camión unas cajas de su carga. Daños serios en defensa, rueda ... rota, mil trastornos de seguro, remolque y vuelta a casa; días sin coche y la Guardia Civil que, para mi sorpresa, dice que será difícil dar con el conductor que, percatándose de lo sucedido, se dio a la fuga. Preocupante me parece, cuando las cajas dan bastantes más pistas que una huella dactilar en el pomo de una puerta, pero habrá que ver.
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Vuelvo a mi aseguradora. Es de las normalitas. No sale en anuncios televisivos con gente guapa y autos fantásticos o gente feliz porque le han pagado tras un drama. Es, repito, de la media del escalafón, pero, desde que me mudé a su cobertura, no tengo una sola queja.
En ese cambio radica esta 'historia' de hoy. No es del cretácico de mi infancia sino de los momentos previos a la apertura del tramo de autovía del Cantábrico desde el aeropuerto a Muros de Nalón, más o menos y, por tanto, como luego diré, ya había móviles.
Ocurrió que, teniendo aún, aunque por poco tiempo, que subir el Alto del Praviano, en un determinado momento sentimos -iba acompañado- un impacto violento en la parte trasera del vehículo. Por resumir, el joven conductor de una furgoneta, iba distraído, hablando por teléfono, adormilado o entregándose a la música y, pese a las limitaciones de velocidad nos dio un fuerte golpe en el maletero.
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A pocos metros, había donde parar en el lateral, me bajé, el infractor también lo hizo, reconoció que se había despistado y, cuando fuimos cada uno a la guantera para buscar el impreso del parte, él arrancó y tomó las de Villadiego.
Ahí se inició una persecución, impropia de alguien bastante sereno como un servidor. Algo así como la película 'El diablo sobre ruedas', de Spielberg, pero al revés. El camión era el perseguido y el coche el perseguidor. El amor propio ante una tomadura de pelo puede, a veces, con leyes y reglamentos y, a los pocos kilómetros, logré cruzarme e impedirle continuar. El chico, por ser breve, vino a confesar que llevaba pocos papeles en regla -¡ay, la avaricia y sinvergoncería de algún empresario!-, pero, casi llorando, me dio su nombre y el de la compañía de seguros del artefacto al que, evidentemente, tomé la matrícula y marca.
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Al día siguiente, ufano, fui a mi compañía de seguros, que por entonces era una 'top', como dice ahora la pijería, muy bien vista en los tribunales y, al notificar los hechos a una empleada, cuchicheó con un compañero; me preguntaron si estaba el coche a la puerta, les dije que sí, miraron el abollón y la portezuela de atrás y me dijeron, con un par, que para qué avisar antes al perito. Que era muy poco y que al tenerlo a todo riesgo se hacían ellos cargo sin requerir a la contraparte. Me enojé como pocas veces -no ya por perder reducción de no denunciar siniestros-, sino por orgullo y decencia ante una falsedad. Les conminé, ante un hecho tan claro con el Código en la mano, a que se dirigieran a la otra compañía. Lo hicieron y, como era previsible, esta última se llamó a andana y volví a exigir la vía judicial. Otro tormento para conseguirlo.
Por fin se fijó el juicio en Pravia. El abogado de mi compañía no compareció y ahí me tienen a mí haciendo sus veces y defendiendo la posición de tan displicente entidad. Al terminar la vista, en la calle, me encontré al letrado de la aseguradora, sudado, diciendo, lo que era palmario: que se había retrasado.
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El juicio, por obvio, no por mis saberes, se ganó. Esperé unos días la disculpa o las gracias de la compañía. Hasta hoy. Por eso los mandé a freír espárragos y más que se merecían.
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