El desaparecido Cine Aramo. DANI CASTAÑO

Edades gamberras

«El operario del aparcamiento salió echando pestes y persiguiéndonos hasta bien avanzada la calle Pelayo»

Domingo, 13 de junio 2021, 00:34

Utilizamos coloquialmente este adjetivo de gamberro/a con poca fidelidad a lo ortodoxo de un sustantivo que presupone una persona «que comete actos incívicos para producir molestias o perjuicios a otras personas, especialmente en la vía pública». Porque, muchas veces, y más cuando nos referimos ... a niños, lo hacemos sinónimo de travesura o comportamiento similar.

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La edad gamberra es una expresión menos usada, pero menos periclitada, que la de la 'edad del pavo' y suele situarse en la adolescencia, cuando se cuestionan cánones de comportamiento, con una cierta insumisión y desde el amparo de la pandilla, por no decir cuadrilla, que tiene connotaciones penales.

Lógicamente, pasé por esa época vital y aunque no pretendí causar perjuicios a nadie ni alterar el orden público, sí que me acuso de participar en trastadas, incluida alguna broma, quizá pesada, pero muy efímera. Afortunadamente, ni sufrí ni hice sufrir novatadas ni en la mili ni en los tres colegios mayores donde residí.

Con lo de «la vía pública» de la definición del primer párrafo, sí recuerdo, en los primeros años de la carrera, un 'experimento físico' realizado por un grupo de compañeros, consistente en saber si, de aquella, la barrera del aparcamiento de la Escandalera se levantaba -por entonces antes de expedir el ticket-, por contacto en el suelo o por alguna célula que localizara el coche a media altura. Para la comprobación, echamos a rodar un bote de cola cao que accionó el dispositivo y, aunque no entró ningún coche, sí salió un operario echando pestes e imprecaciones y persiguiéndonos hasta bien avanzada la calle Pelayo.

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Pocos días antes o después de aquella hazaña investigadora, mi grupo protagonizó un altercado de 'baja intensidad', como ahora se dice, en el llorado y suntuoso Cine Aramo, en la calle Uría. Habíamos ido, me temo, con malas intenciones a ver a Sara Montiel en 'Cinco almohadas para una noche', de Pedro Lazaga, con la búsqueda de un posible padre como hilo conductor del guion. Reconozco que la protagonista -hablo de los últimos momentos del pasado Régimen-, aunque ya tenía su edad, lo que provocaba escenas confusas y hasta chuscas, gozaba entre el público del cine de una cohorte de admiradores insobornables y, voy a decirlo descarnadamente, más de un ciudadano rijoso pese a su aspecto senil. Fue algún comentario en tono audible de alguno de estos fans desmadrados lo que provocó una reacción, también oral y poco académica, de uno de mis compañeros de curso y fatigas. Se armó de inmediato una tangana. Los forofos de la diva gritaban: «¡Acomodador, échelos!». Y nosotros precisábamos: «¡Acomodador, échenos!». Pero la mítica linterna, otra pieza del pasado, no llegó; por lo que, entre el 'ambiente' creado y lo poco que nos cautivaba el filme, con referencias, incluso, a Portela Valladares, decidimos irnos a los quince minutos. Lo curioso fue la división de opiniones. Insultos de unos y aplausos de otros. Otra proeza. Por cierto, no sé por cuál de las almohadas íbamos cuando salimos al fresco.

Por esa época, en la Facultad de Derecho, aún en San Francisco, se fumaba en clase, aunque un profesor, felizmente entre nosotros, nos exigió un día «apagar los cigarrillos». En una interpretación jurídica literal, al día siguiente, media clase apareció con un puro por el aula. Y cuento, en fin, de una compañera que ansiaba un perro, pero no lo querían en su casa. Un día, debidamente tramado, aparecí con una caja de cartón con agujeros, por los que salían unos ladridos lastimeros y se la entregamos creándole un problema de conciencia y familiar. El susto duró poco y me devolvió el magnetófono.

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