![Comer fuera](https://s2.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202208/07/media/cortadas/HistoriasVividas69-kULI--1248x770@El%20Comercio.jpg)
![Comer fuera](https://s2.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202208/07/media/cortadas/HistoriasVividas69-kULI--1248x770@El%20Comercio.jpg)
Secciones
Servicios
Destacamos
Perdón por el infinitivo del título, que suena un poco a falsa locución de películas de indios. Pero me refiero, como supondrán, a la frase hecha de no comer en casa.
En la infancia, pese a los escasos dispendios de mi familia, sí tengo una madrugadora e inolvidable referencia a un comedor de hostelería, en lo que fue Casa Antón, en Salas, de donde conservo aún sabores, como la sopa de cocido o el potaje asturiano. Y, por supuesto, el cierre del condumio con el ofrecimiento de Carajitos del Profesor, que nunca rechacé, incluso un día en que llegué mareado del autobús y me ofrecieron uno, con la consiguiente avería gástrica a las puertas de la Colegiata.
En Oviedo, lo de salir a un restaurante no era en absoluto normal. Recuerdo, alguna vez lo he contado, cuando mi padre nos regaló un almuerzo familiar en Casa Noriega, donde tenía su tertulia de Los Clarisos. Algo excepcional. Ya, con diez años o algo más, la hermana de mi madre nos llevaba a los sobrinos, en algún fin de semana, al comedor de la Casa Sindical, que nos encantaba y donde yo, monotemático, siempre pedía guisantes con jamón y gambas al ajillo que, solo en ocasiones, variaba con unas salchichas de Frankfurt. Con la misma tía -y madrina mía- también recuerdo la concesión de un capricho, de ir a tomar un pollo asado al conocido Mesón que hubo en la calle San Bernabé. Creo que aquellos 'pitos' enteros, girando y haciéndose, me contagiaban el hambre y las ensoñaciones del famélico Carpanta, que Escobar publicaba en el 'Pulgarcito'.
Poco más tarde, cuando empezamos a veranear en Boñar, recuerdo con cariño los menús de Casa Inés; igual que en Salas, en un ambiente muy familiar. Y, en esa época, creo que podría aventurar que en otoño de 1968 o primavera del año siguiente, fui testigo de un hecho (salvo que la memoria esté adulterada), que dudo que quien esto lea pueda creerse. Recuerdo el momento porque acababa de inaugurarse el aeropuerto de Santiago del Monte y mi padre nos llevó a que lo conociéramos, como poco antes había hecho con el de Barajas (aunque, curiosamente, el primer vuelo de mis padres fue un regalo con mis primeros sueldos). El caso es que, de camino o a la vuelta del aeródromo -¡qué carretera había de aquélla!-, paramos a reponer fuerzas en un local en cuya carta ofrecían, entre sus platos destacados, conejo. No lo pedimos, pero cuando ya a los postres, quise ir al lavabo, me perdí por unos pasillos y fui a dar a un patio de luces lleno de gatos. Ya digo: invención cerebral, aunque siempre me impactó; rara afición a los mininos, que estaban hacinados o guarrería tópica y refranera. Ahora sé lo que debería haber hecho, pero entonces no supe reaccionar y tardé en contarlo, posiblemente sin éxito de credibilidad.
Ya he confesado que, de adulto, en mis destinos, me supe defender como cocinero, amén de frecuentar los comedores de los colegios mayores. El de Bolonia era lujoso; los de Murcia y León, menos vistosos, aunque proteicos. En la ciudad italiana el problema venía de que, al cenar muy temprano y estudiar hasta tarde, antes de media noche los colegiales estábamos muertos de fame (palabra que, como no pocas, se dice igual allá que aquí), con lo que solíamos hacer una 'dopo cena' en una magnífica pizzería de Porta Saragozza, a la que sigo yendo cuando viajo.
En Murcia caté su excelente gastronomía, pero frecuenté, por cercanía del trabajo, un local con muy buenas verduras y carnes, pero ayuno -y no pretendo generalizar- de dieta de mar. Al preguntar qué pescado había, la respuesta del camarero -encantador- era siempre la misma: -Tenemos emperador... y también hay emperador.
De León, no olvido, siempre en jueves, junto a mi compañero Tomás Quintana, los cocidos que nos zampábamos en un local desaparecido de la Plaza de las Cortes, un poco al estilo maragato, pero con el orden canónico de los platos. Curiosamente, yo que no le doy cuerda a la nostalgia, he perdido interés por los cocidos de garbanzos, aunque no los perdone con el bacalao y las espinacas del Desarme ovetense que, durante años, nos enviaba, como regalo exquisito, una tía de mi padre y que, en la actualidad, sigo devorando siempre que ande por Asturias.
Podría hablar de otros muchos lugares de cocina exquisita. Pero algunos, por fortuna de quienes tienen buen paladar, siguen abiertos y son, por tanto, presente, por más que pueda haber catado sus recetas de adolescente o poco más.
Pero, en suma, como han visto, soy de esas generaciones -no tan lejanas- donde comer fuera era una excepción, cuando no un premio o una celebración. Espero que, en este Oviedo donde ya todo son terrazas, no se me ofenda el gremio.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Nuestra selección
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.