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Los primeros años. Tenían agua y luz, cama de paja y una mesa donde comer.
Ocho décadas de historia carcelaria

Ocho décadas de historia carcelaria

El Archivo Histórico ocupa desde 2010 la sede de la prisión provincial inaugurada a principios del siglo XX 1 Hasta que abrió, la ciudad contaba con cuatro centros penitenciarios, uno de ellos exclusivo para los ovetenses

CAROLINA GARCÍA

Jueves, 28 de enero 2016, 11:36

Un día antes de salir del penal, Sabrina Juero «no tenía perras» para coger el tren y llegar a su pueblo. Como muchas presidiarias aprovechó su condena para ganar dinero a cambio de labores domésticas (lavaban la ropa, arreglaban o cosían las prendas a los presidiarios que no tenían un familiar que lo hiciera). Le debían 19 reales por zurcir ropa de cama (a principios del siglo XX dormían en colchones de paja, jergones los llamaban). Así que ni corta ni perezosa, a sus 72 años, decidió escribir una carta al director para que «se apiadara», apostillaba, «de esta anciana descalza».

Si el responsable del centro respondió o no a sus súplicas y cobró antes de que su celda dejara paso a otra presa quedó entre ellos. El episodio de Sabrina es solo un testimonio más de las miles de vivencias que forman parte de la historia carcelaria de Oviedo. Documentos a los que se puede acceder a través del Archivo Histórico de Asturias que ocupa desde 2010 el edificio que fue la prisión provincial hasta que en 1992 comenzó su traslado a Villabona.

La Cárcel Correccional Modelo de Oviedo (lleva ese nombre porque sigue meticulosamente los planos tipo que en su día el asturiano Eduardo Adaro proyectó para Carabanchel y que adaptaron las ciudades para construir los centros penitenciarios), coincidió en el tiempo con el resurgir de una nueva filosofía. A finales de siglo XIX, sociólogos y pensadores desterraron la idea de la cárcel como instrumento único de castigo e impulsaron un nuevo uso: alcanzar la reinserción social. En la práctica consistía en humanizar sus condiciones ya que hasta entonces comían una vez al día de pie, caminaban con grilletes, dormían en el suelo y, por simplificar, explica la directora del Archivo Histórico de Asturias, Conchita Paredes, vivían «en condiciones pésimas».

Con esa nueva premisa, comenzó su construcción en 1896 y finalizó nueve años después. Pero antes de que en 1907, 140 hombres y 20 mujeres (acompañadas con niños pequeños) ocuparan las celdas, se delinquía como en cualquier otra ciudad y se necesitaba un espacio para los malos.

A falta de una prisión, la capital contaba con cuatro: La Fortaleza (antiguo castillo de Alfonso III situado en la plaza del Riego utilizado como cárcel para los varones asturianos salvo los de Oviedo); La Galera (destinada a mujeres que no cumplieran grandes condenas porque en ese caso iban al penal de Valladolid), Del Merino (solo entraban ovetenses ya que tras varias peticiones, la ciudad ganó un privilegio de la Corona el 12 de mayo de 1428 que les permitió tener cárcel propia para los empadronados) que ocupaba uno de los edificios de la calle la Rúa.Y la última era la de Cárcel de la Corona, destinada al clero que estaba situada en la calle Santa Ana (entonces se le conocía como la calle de la Cárcel de los Clérigos).

A partir de 1907 se unificaron en una única sede. El edificio abrió sus 10.000 metros útiles (construido sobre una parcela de más de 13.000), distribuidos en cinco brazos (tipo estrella) con plantas panópticas lo que proporcionaba un sistema de «vigilancia perfecto porque facilitaba una visión de todas las galerías con sus celdas» y una «majestuosa cúpula» que permitía una visión perfecta y le dotaba de una acústica magnífica. «Era muy importante porque se podía escuchar si abrían una celda y así controlar los movimientos de los presos», matiza Paredes.

Por la Cárcel Correccional Modelo de Oviedo desfilaron muchos reos durante sus 85 años de actividad. Para conocer cómo vivían, el Archivo Histórico reserva un espacio donde reproduce cuatro celdas tipo. Sus detalles, así como el día a día según la época, fue posible gracias a los testimonios y el exhaustivo trabajo de los funcionarios.

Se pueden ver cuatro celdas. La primera, de 1917. Como curiosidad mientras la luz y el agua eran privilegios de unos pocos en la capital, los presos tenían donde lavarse y una pequeña bombilla sobre la puerta. A diferencia de lo que ocurrirá años posteriores, no compartían espacio, tenían una mesa donde comer y su propio plato y cubiertos (de madera). En la posguerra pierden muchos privilegios. Vivían hacinados (en la mayoría de casos llegaron a compartir celda hasta siete personas aunque lo habitual es que fueran cinco), dormían en el suelo y salvo los diez minutos que podían pasear por el patio, el resto tenían que estar de pie. Si se sentaban empezaban sus problemas y se quedaban sin esos 10 minutos de luz.

Ya en la transición, las celdas se reducen a cuatro personas, cada uno tenía una cama (dispuestas en litera), su taquilla y más intimidad en el aseo. Y por primera vez podían abrir la única ventana de la celda y los suelos dejaron de ser de hormigón. Hubo que esperar a los años 90 para recuperar la intimidad de principios de siglo. A partir de entonces cada uno tiene su celda con cama, mesa y baño.

Con el paso de los años no solo cambia el interior. Las puertas de acceso a las celdas mejoran la seguridad para facilitar el trabajo al funcionario. El cangrejo, un caparazón de hierro, no llegó hasta los años 30. Hasta ese momento, cuenta Paredes, «muchos funcionarios se quedaban tuertos porque les atacaban al abrir la mirilla o la portilla cuando les llevaban la comida».

Para agredirles utilizaban todo tipo de artilugios y pinchos que diseñaban «a partir de cualquier objeto». Muchos de ellos, junto con su particular sistema para tatuarse la piel, se pueden ver en una vitrina. Ocho décadas dan para mucho y el ingenio no fue solo cosa de los presos. Cuando llegaban las visitas de los familiares (la imagen actual nada tiene que ver con aquellos pasillos largos con los familiares a un lado y los presos al otro y en el centro un funcionario controlando), revisaban sus pertenencias. Les llevaba comida, ropa y el alcohol estaba prohibido. Algunos se saltaban las normas para hacer la condena más llevadera. Como la anciana con un hijo preso que logró introducir coñac en dos naranjas. Resolvieron el misterio porque no se explicaban como aquella mujer de pocos recursos podía permitirse comprar fruta todas las semanas. Tal vez, alguno de ellos, sabe si el director se apiadó de Sabrina Juero, le pagó los 19 reales y consiguió llegar a su pueblo con zapatos nuevos.

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