Una salamandra en un capitel del claustro de la Catedral.

Más de Oviedo que las salamandras

David Álvarez lidera una investigación que halla divergencias genéticas entre grupos de sacaveras incomunicadas por el crecimiento urbano

GONZALO DÍAZ-RUBÍN

Domingo, 15 de junio 2014, 01:14

Casi escondida, en el centro del capitel de un parteluz del lado este del claustro de la Catedral, los canteros dejaron la figura de una salamandra hace medio millar de años. «Labraban lo que veían», explica el biólogo e investigador David Álvarez. No es el único sitio donde encontrar estos anfibios en la basílica ovetense. Álvarez tiene localizadas otras dos poblaciones vivas, al margen de la imagen tallada en la madera de la sillería del coro que se conserva en la sala capitular.

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EN RESUMEN

  • Aisladas. David Álvarez ha localizado 34 poblaciones de salamandras aisladas en pequeños jardines urbanos.

  • Más antiguas. Las primeras en quedar separadas fueron las que habitaban en el interior de la muralla medieval.

  • Análisis. Las pruebas genéticas muestran divergencias entre los grupos del Antiguo y otros que han quedado aislados más tarde.

Rebusca entre las grietas de un muro en el cementerio de los Peregrinos, tras la girola, y con la ayuda de un palito, saca de su refugio un pequeño ejemplar de 'salamandra salamandra bernardezii'. Ni siquiera la capa de grava, que cubre ahora este espacio tras las últimas obras de restauración y entre la que apenas asoman unas briznas secas, ni el rejunteado de las piedras «ha acabado con ellas».

La población, al pie de la Cámara Santa, goza de buena salud -«no sería viable con menos de 50 ejemplares»- al menos desde hace cinco siglos, cuando debió quedar aislada entre los muros de San Vicente y San Salvador. Como le sucedió, más o menos por esa fecha, a la que aún habita el patio de Pachu, 'El Campaneru', el solar en el que aparecieron los restos del posible palacio de Alfonso II El Casto en el tránsito de Santa Bárbara.

Con el apoyo de los mapas antiguos de la ciudad y las investigaciones arqueológicas, Álvarez ha trazado la hipótesis del trabajo que desarrolla junto a Guillermo Velo-Antón y André Lourenço (CIBIO, Portugal) y Daniel Oro (IMEDEA, CSIC): que estas poblaciones han comenzado a divergir genéticamente. «Algunas pueden llevar aisladas 800 años, desde la construcción de la muralla medieval, o con muy poco intercambio con otras», explica, «y los primeros análisis están confirmando las diferencias, pero necesitamos hacer más». Las pruebas son costosas y sería necesario analizar muestras de dos docenas de ejemplares de cada núcleo para confirmar la hipótesis, que nació observando la población de estos anfibios encerrada en los jardines interiores de la Facultad de Biología.

La ciudad «es un escenario ideal», razona Álvarez, «normalmente no podemos o tenemos muchas dificultades para datar las barreras que han separado poblaciones objeto de estudio en el medio natural. En este caso sabemos en qué fecha se cerró la muralla, en cuál se construyó la facultad o se abrió la ronda Sur». Todas estas infraestructuras fragmentaron las poblaciones de sacaveras de Oviedo, incapaces de salvar los obstáculos que puso el crecimiento de la ciudad.

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«Son animales con una movilidad reducida», remarca Álvarez. La muralla de Alfonso X El Sabio, de cuatro metros de altura y concluida en 1258, debió ser infranqueable. Las poblaciones del cementerio de Peregrinos, del patio de Pachu o de los jardines de Las Pelayas, todas intramuros, son las que mayores divergencias muestran, las que llevan más tiempo aisladas, con las que este biólogo ha localizado en otros puntos como Otero, la Facultad de Geológicas o la plaza de toros de Buenavista.

Urbanitas y desconocidas

Álvarez tiene localizadas, desde aquellas primeras sacaveras de Biológicas, otras 33 poblaciones dentro del casco urbano. Todas en pequeños jardines e incomunicadas o parcialmente aisladas por infraestructuras. «La gente no las ve porque son nocturnas, pero están ahí», dice tras haberlo comprobado rebuscando entre las hierbas muchas noches lluviosas con una linterna. Cuando decidió buscarlas en el Oviedo Redondo, pensó que encontraría muchos problemas para acceder, pero solo encontró colaboración y entusiasmo. Tanto en el deán, Benito Gallego, como en Las Pelayas. «Hasta me ayudaron a buscarlas. Era una imagen muy divertida con las monjas mojándose de noche bajo la lluvia entorno al patio del convento», recuerda.

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Pero, ¿cómo han podido sobrevivir tantos siglos en un entorno tan humanizado? La primera respuesta es sencilla. Las salamandras de Oviedo «son vivíparas, paren crías completas, sin la fase larval en el agua, con branquias, que requieren otras salamandras». No necesitan una charca para reproducirse. La segunda debe ser la abundancia de comida. Al levantar algunas piedras del jardín de Pachu salen escolopendras, cochinillas y entre ellas abundan las conchas vacías de caracoles devorados. La tercera es la discreción de estos anfibios nocturnos. Mejor para ellas porque no han gozado de buena prensa. Ligadas al fuego desde la mitología griega, aún Leonardo da Vinci afirmaba que la salamandra no poseía órganos digestivos y se alimentaba de fuego. «En Asturias aún hay quien piensa que son venenosas o las acusa de secar árboles o pozos», asegura Álvarez. Pueden segregar una sustancia (salamandrina), ligeramente tóxica, inocua para los seres humanos y cuyo sabor desagradable no disuade a sus predadores. Llevan 800 años sin salir de la ciudad. Son la ciudad.

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