El verano viene a ser una especie de experimento sociológico para que comprobemos cómo sería la vida si no tuviésemos que trabajar. No sería un mundo fácil, desde luego, porque el ocio permanente es un trabajo bastante duro, tanto para el ánimo como para el ... bolsillo. Dormiríamos poco, eso por descontado. En verano, todos decimos que queremos descansar, pero se trata sólo de una verdad a medias, o al menos de una verdad fragmentaria: lo que en realidad pretendemos es descansar de nosotros mismos. Descansar de nosotros mismos aun a costa de nuestro propio descanso y, sobre todo, del descanso del prójimo, ya que el verano tiende a convertirse en una democratización del ruido, que, nos guste o no, es la música de la libertad.

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Por si fuera poco, el verano trae consigo una fiesta de disfraces multitudinaria: nos echamos a la calle con sandalias de colores y recurrimos a las camisetas de propaganda, de modo que vamos por ahí como anuncios ambulantes de cerveza, de refrescos gaseosos, de entidades bancarias o de empresas de telefonía, con una sombrilla de propaganda al hombro, con una gorra de propaganda, con un bolso de propaganda en el que llevamos el tabaco y el mechero de propaganda, un llavero de propaganda y el folleto propagandístico de un restaurante especializado en paellas.

Llega el verano y procuras hacer una especie de viaje astral, una salida de ti mismo a fin de convertirte en una persona exótica para ti mismo: alguien que se levanta cuando le parece, que come sardinas en un chiringuito, que se acuesta a las tantas y con unos centilitros de alcohol en la sangre, con la sugestión de vivir en un sábado eterno. Llega el verano y los aeropuertos se convierten en ferias, los bares en manifestaciones multitudinarias, las playas en cuadros de El Bosco y los supermercados en un hormiguero.

En verano, el silencio está desacreditado, al considerarse el enemigo número uno de la diversión. La diversión debe ser sonora, porque el silencio es signo indudable de aburrimiento. Y en eso estamos ya: cada cual alardeando de diversión con sus gritos felices, con sus cantos de madrugada, con su moto a escape libre, con su moto acuática o con su coche-discoteca. Haciendo del verano un infierno alegre, una estación anómala en la que experimentamos el placer de no ser nosotros mismos mediante la apostasía transitoria de nuestras obligaciones y costumbres. Y es que en el fondo se trata de eso: estamos hartos de aguantar y de aguantarnos, cansados de ser quienes somos y cansados de ser quienes nos obligan a ser durante el resto del año, cansados de callar y de acallarnos. Y por eso nos ponemos, en fin, a hacer ruido. Digo yo, no sé.

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