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Es verdad, una tiene sus obsesiones, y las dificultades (la imposibilidad) de comunicación entre las personas es una de ellas. Lo que ocurre es que ... creo que me rindo. Es imposible pelear contra esa especie de confabulación (qué otra cosa podría ser que una confabulación sideral) que cada vez hace más difícil entenderse.
Para evitar conflictos innecesarios, empezaré por aclarar que hablo de lo sistémico, no de las excepciones. No es que, así en general, no se lea, que no; es que además se alardea de no hacerlo: para qué los libros si existe la telebasura, para qué el pensamiento si existe Instagram, ese templo de la apariencia; para qué pararse a debatir con argumentos cuando existe Twitter para insultar sin más. Y esto, resulta que de inofensivo, nada.
Porque pensar, que ya viene siendo desde hace tiempo una actividad peligrosa, ve incrementado su riesgo con la dificultad añadida de lo difícil que resulta comunicarse. Nadie entiende nada. El desprecio absoluto por la gramática convierte en ininteligibles los argumentos más sencillos. El desconocimiento de un vocabulario básico lleva a la gente a confundir lo que uno dice con lo que el otro quiere entender que dice. En una ocasión perdí la paciencia tratando de hacer comprender que no era lo mismo explicar que justificar, que el hecho de que entiendas y puedas explicar las razones por las que se dan determinados comportamientos no quiere decir que lo estés justificando. Y todo así. La comprensión lectora vive en reductos tan limitados que es fácil asistir a discusiones entre comentaristas de una noticia de un periódico que nada tiene que ver con lo que se dice en ella. Uno tiene que andarse con cuidado si decide ser irónico, porque siempre habrá alguien que será incapaz de entenderlo. Las referencias que se pueden hacer quedan perdidas, como rebotando en el vacío, sin que nadie las haya pillado.
Hagan la prueba: miren los comentarios de cualquier noticia de un periódico, de cualquier entrada de redes sociales un poco extensa y comprueben cómo la gente se lanza a comentar sin haber leído otra cosa que el titular, sin haber permitido que una sola idea penetre en su cabeza repleta de prejuicios que, eso sí, exhiben sin pudor alguno. Y, luego, constaten que a partir de ahí se suceden conversaciones que son diálogos de besugos, sazonadas por la descalificación y que, desde luego, nada tiene que ver con la idea o con aquello que el autor del texto o el redactor de la noticia pretendía transmitir.
Quién nos iba a decir que Babel iba a ser el único imperio que habitáramos. Quién nos iba a decir que tanto entontecimiento programado y dirigido no era inocente. Quién nos iba a decir que eso del lenguaje era mucho más que una asignatura que había que aprobar.
No sé si es buena idea lo de quitar los números romanos del currículo escolar, lo que por cierto es totalmente inexacto, pero sí que se hace urgente, imprescindible, ahondar en la comprensión lectora. Yo no he tenido que usar ni una sola vez en mi vida los dichosos logaritmos de segundo de BUP, pero a cambio siempre agradeceré a mis profesores del instituto, aquellos barbudos penenes de la Transición, que insistieran obsesivamente en hacerme entender lo que leía. Y en pensar, qué peligro, a partir de ello.
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