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Rafael Altamira y Crevea, figura distinguida en el ámbito nacional e internacional, se incorporó en 1893 como catedrático de la Universidad de Oviedo. Por cierto, según nos contaba Adolfo Posada en su interesante libro 'Fragmentos de mis memorias', siendo muy bien recibido por sus alumnos, ... que «advirtieron enseguida que aquel señor no tomaba la cátedra como una sinecura, sino como eje central de su vida, poniendo en ella cuando podía poner: ciencia, arte y entusiasmo».
En 1901 Altamira publicó la primera edición de su 'Psicología del pueblo español', que bien podía ser leída por la juventud actual para evitar caer en los defectos que se atribuyen allí a los españoles, y procurar seguir mejorando las indudables virtudes que también les acompañan.
Destaca fundamentalmente el profesor Altamira lo que califica como «escasa convicción de que el saber sirve verdaderamente para la vida práctica y el éxito personal». Algo que, a pesar del tiempo transcurrido, no ha tenido especiales modificaciones favorables. Y ello a pesar de que la palabra 'cultura' se maneja con abundancia por nuestros hombres públicos, que crean ministerios dedicados a aquella sin que los resultados sean favorecedores para los españoles, al nombrar nuestros gobernantes para los puestos más relevantes de nuestras administraciones públicas basándose más de una vez en un concepto erróneo de igualdad, al dar a aquella «un fin netamente igualador». Olvidando, según señaló el constitucionalista Javier Gálvez, «la diferencia que de hecho media entre las aptitudes y posibilidades de actuación de los distintos hombres, que deben ser tratados igualmente en cuanto a lo que es esencialmente igual en todos ellos, es decir, en lo que se refiere a los derechos fundamentales y, en cambio, deben ser tratados desigualmente en todo aquello que se vea sustancialmente afectado por las diferencias que naturalmente median entre ellos». Y diciendo al respecto con exactitud jurídica máxima lo siguiente: «Afortunadamente, no se contiene en nuestra Constitución un precepto similar al artículo primero de la Declaración de Derechos de 1789, que pudiera dar base a una interpretación niveladora de la igualdad». Lo que, según Tocqueville, constituiría «un gusto depravado, que lleva a los débiles a querer atraer a los fuertes a su nivel».
No deja Altamira de recordarnos lo que sucedía a principios de siglo XX en países como Alemania, Inglaterra o Norteamérica, que «al montar un negocio o industria o al organizar una oficina, se preocupaban ante todo de que el personal escogido sirviese específicamente para lo que se proponía y sacrificaban sin piedad todas las consideraciones sentimentales al éxito de la empresa». Algo que en España no sucedía en aquella época.
No olvida Altamira hacer referencia a alguna de las causas que daban lugar a una llamativa escasa estimación del saber: «El sentimentalismo o espíritu benéfico malentendido; la preponderancia de las consideraciones de amistad o familiares; la carencia de espíritu mercantil o la superstición o fetichismo del talento, que considera a todo el mundo apto para todas las cosas por intuición y soplo divino; no seleccionando teniendo en cuenta un inexorable rigor técnico». Todo lo cual era necesario evitar también en el mundillo político y de la Administración. Cuando en la política se da entrada a personas sin la preparación, y experiencia adecuadas, la degeneración moral se apodera de las naciones, dando lugar a la 'isonomía democrática', que admite la teórica igualdad de todos para obtener los más altos cargos con los gobiernos a los que se desea, como se dice en el más clásico lenguaje castellano, por barrales y no por la puerta legítima
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