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Hay un principio político difícilmente refutable: no es posible gobernar a los demás si no se es capaz de gobernarse a uno mismo, algo que sucede cuando algunos políticos no tienen la fuerza de voluntad suficiente para frenar sus ambiciones, siempre a costa de sus ... gobernados. La verdad es que en el tablero de ajedrez político puede encontrarse de todo, como sucede en los cuentos de los niños: capaces e incapaces, malos y buenos, con defectos visibles y ocultos, personajes reflexivos y los que no lo son… Precisamente por ello, el pueblo soberano antes de depositar su voto en las urnas debe tener en cuenta en la medida de lo posible la prudencia, el talento, la experiencia y la ética de aquellos que decide elegir. Y, a la vez, los que ya alcanzaron los puestos elevados de la nación no olvidarán procurar que los que escojan como sus colaboradores sean los mejores en el sentido más amplio de la palabra. Más de una vez recuerdo, al contemplar el panorama sociopolítico y ético de este país, las palabras del jurista francés Hauriou en su libro 'Derecho Público y Constitucional', que insistia en algo que no deberíamos olvidar: «Teniendo por objeto el poder político, el gobierno de un grupo se moverá en la esfera del interés general y su acción será desinteresada. El predominio de lo político sobre lo económico es, pues, el mejor medio de introducir en la vida social un poco de desinterés y asegurar la parte que eleva la civilización por encima de lo material…».
Si prevaleciera, por tanto, el interés general sobre los intereses 'particularísimos' de algunos, no nos veríamos obligados a sufrir soponcios casi diariamente al leer la prensa, cuando desayunamos, o viendo la televisión durante la sobremesa, al enterarnos con más frecuencia de la deseada de susurros, indicios o realidades en torno a la conducta de ciertos políticos. Algo, desafortunadamente, cada vez más frecuente de lo esperado. Porque nada nuevo hay bajo el sol y eso ya se reflejaba en unos sugerentes versos del Marqués de Santillana, en el siglo XV, retratando a los hombres públicos de su tiempo que no supieron gobernarse a sí mismos: «Casa a casa: guay de mí… /campo a campo allegué/ cosa alguna no dejé/ tanto quise cuanto vi»… Y todo para tener que decir, cuando el hilo de la vida se les va acabando: «¿Qué se hizo la moneda/ que guardé para mis daños/ tantos tiempos, tantos años…/ plata, joyas, oro y seda?».
Dado que este tipo de hombre público incapaz de frenar sus ambiciones existe, no haría ningún daño a la manera del buen hacer político mencionar a aquellas hacendosas amas de casa que no se conformaban con limpiar su hogar diariamente, sino que tenían la costumbre de practicar las llamadas 'limpiezas generales' al comienzo de la primavera y del otoño. Y al llevarlas a cabo no quedaba el más pequeño rincón de la casa sin pasarse por alto, ni muebles sin mover, ni armario sin vaciar, ni cuadros sin pasarles un fino plumero por encima, ni alfombras sin varear... Hasta lograr que todo brillase como una patena, y no olvidando colocar algunas bolas para la polilla, que contribuían a proporcionar un agradable olor a limpieza.
Felipe IV también un día decidió hacer desaparecer, mediante una rigurosa 'limpieza general', a varios de sus privados y ministros, pudiendo decir, una vez descansado: «Después de que tantos excesos/ vienen a publicidad/ se sabe la enfermedad/ que tuvo España en los huesos/ ella flaca y ellos gruesos/ más humillan sus cabeza/ para que ella se levante».
Finalmente, puede suceder también que cuando los niveles éticos entre los políticos se hacen, por su cronocidad, una enfermedad contagiosa, se afecte también a los ciudadanos, que hasta ahora vivían mondos y lirondos y alejados de ese tipo de tentaciones. Pues, quiérase o no, siguen teniendo actualidad y fuerza atractiva, aquellas sabias palabras: ¡Qué dificil es/ cuando todo baja/ no bajar también!
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