![¡Que vienen los godos!](https://s1.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202102/28/media/cortadas/godos-ksb-U130676011572tQD-1248x1300@El%20Comercio.jpg)
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Hace poco vi un desafortunado anuncio en la tele que venía a decir que la lista de los reyes godos no le importa a nadie, es más, si te la sabes eres un friki. A lo mejor soy un rarito, o a lo mejor el ... anuncio es un síntoma de la ciénaga cultural en que vivimos. Quién sabe. En todo caso, a los creativos no les vendría mal abrir algún libro aparte de los textos de publicidad. Se encontrarían con cosas tan curiosas como esenciales para comprender el país en que ejercen su trabajo, y también, a lo mejor, les podría ayudar a vender medias. Por ejemplo, que la identidad española no se puede entender sin conocer la mezcla de godos (visidogos y ostrogodos) y las élites hispanorromanas que se produce en el siglo VI, con el anclaje en una capital, Toledo, y una entidad política y territorial previa, Hispania, lo que conducirá a la ideal medieval de 'España'. Leovigildo (567-586), uno de los grandes políticos y guerreros de nuestra historia, empieza a fundar ciudades, desligándose por primera vez de los romanos/bizantinos (nunca un rey bárbaro lo había hecho), y funda las bases sobre las que el Reino de Toledo se cimentaría hasta que llegan los moros en el 711. Isidoro de Sevilla (imprescindible que lean sus 'Etimologías') canta al gran rey, que deja claro a los bizantinos que los godos habían llegado para quedarse (más o menos les dice que «Hola, soy Poli Díaz, y pego hostias como tranvías»), pero al tiempo copia sus leyes y ritos a fin de conformar meticulosamente lo que debe ser un futuro reino centralizado. Además, su historia familiar daría para otro Ricardo III y su «me hundo tanto en sangre, que ya no hay pecado que otro no arrastre».
En cuanto al tema de la ley, el reinado de Chindasvinto (642-653) nos muestra cómo se crea una legislación única en Europa, un código de derecho que aúna el Breviario de Alarico y el Código de Leovigildo, una magna obra de inspiración bizantina que combina administración, hacienda, justicia y defensa. A este respecto, su hijo Recesvinto (653-672) nos da dos grandes lecciones: una, la continuidad legislativa con el 'Liber Iudiciorum', el código de leyes más influyente de la historia de España, que llegó hasta el mismísimo siglo XIX, único, moderno, complejo; dos, que no hace falta más que querer contentar a todo el mundo para que un país estalle. Recesvinto fue un líder débil, minado por la obsesión del poder, que, al contrario que su padre, cambió tranquilidad por concesiones a los nobles y la Iglesia. Esto llevó a un continuo deterioro social, a la desarticulación progresiva del aparato estatal, a la corrupción endémica, y a una descentralización que terminaría por mostrar sus consecuencias solo cuarenta años después (comparen con lo que lidiamos hoy: todo es más antiguo que la sopa de ajo).
Los godos, con sus sonoros y extraños nombres, Suintila, Ervigio, Sisenando, Witiza, Sisebuto (ilustradísimo, muy raro en un mundo donde los reyes anglosajones y francos no sabían hacer la 'o' con un canuto), Gosuinda, Egilona, Teodogonda… Desde que aparecieron por primera vez en la limes romana del Danubio, en el siglo III, causando el terror, hasta ser pieza clave de la política estratégica del imperio, para fundar finalmente su propio reino e ir desmigajándose en la futura España, han recorrido un largo y apasionado camino. Una de las mayores humillaciones que les podías infligir era la 'decalvación', es decir, el rapado de sus frondosas melenas, signo de nobleza y fuerza. Al contrario de lo que se piensa, no fueron un reino autista, sino que mantenían un comercio constante con los reinos merovingios (Francia, para entendernos), así como con la lejana Constantinopla, cuyo ojo vigilante sobre el Mediterráneo centelleaba como el de Sauron. Sus mujeres eran poderosas, no hay más que recordar los follones con que lidió Gosvinta, o el carácter de Benedicta, que cuando la quisieron casar con un noble que no le hacía tilín armó la de San Quintín (sabía leer y escribir, armas extraordinarias en esa época).
Mis desconocidos publicistas también tendrían que estar al tanto de otro detalle esencial: el reino godo de Toledo fue, durante un periodo concreto, la confluencia cultural más brillante de Occidente, convergencia del cristianismo, el mundo clásico y la influencia bizantina. Se fundan escuelas en todo el territorio, resurgen las letras latinas, se conforma el Aula Regia para instruir a los futuros gobernantes (el género denominado Espejo de Príncipes), se invita a la corte a hombres doctos de todo el universo conocido en una densidad que tardaría siglos en repetirse. Juan de Bíclaro sincronizó la historia goda con la bizantina; Tajón recorre el Mediterráneo en busca de libros para las bibliotecas de Toledo; el mentado Isidoro de Sevilla escribe una monumental enciclopedia que sincretiza el saber griego, romano, hebreo y cristiano; Eugenio se erige como el poeta más importante de Occidente en el siglo VII… Todo, absolutamente todo, es obra de esos godos que, dizque, no vale la pena conocer.
Pero, no se engañe nadie, no, decía Jorge Manrique, pensando que ha de durar lo que espera, más que duró lo que vio, porque todo ha de pasar de tal manera. Cuando en el norte de África los bizantinos empiezan a ceder ante el empuje musulmán, abriendo el camino hacia el reino godo, y Táriq desembarca en una España sumida en brutales tensiones y conflictos internos (guerra civil incluida), la historia comienza a moverse de nuevo. La traición de una serie de nobles al rey Rodrigo en la batalla de Guadalete inicia la preeminencia de los moros durante los siguientes siglos. De esa batalla escapa un epatario del rey, Pelayo, y se refugia con toda su familia y otros guerreros y nobles godos en la cordillera cantábrica, entre los belicosos astures. Allí sobrevivieron al hambre y las persecuciones, y en el 722, en el monte Auseva, en Covadonga, se enfrentaron a los musulmanes y vencieron. Fue una pequeña reyerta, apenas unos cientos de hombres, pero lo que importa es que dio esperanza a un puñado de rebeldes, y sobre esa rebeldía se cimentó un reino que no olvidaría a los visigodos. Pero, esa, señores, es otra historia. Si la quieren completar, les recomiendo encarecidamente el ensayo 'Los visigodos. Hijos de un dios furioso' (Desperta Ferro), de José Soto Chico. Van a disfrutar.
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