La mayoría de las personas somos turistas. Viajamos, y con nuestra mirada transformamos los lugares para que coincidan con nuestras asunciones. Los lugares son rápidamente remodelados para que estemos cómodos, se codifican para que encajen en el consumo masivo. Ser turista significa asumir los simulacros ... y las perfomance, adquirir una movilidad vertiginosa, 'zapear' entre los monumentos y los museos. Lo que para los nativos no es más que cotidianeidad, para el turista es símbolo. Miramos a la Serenísima Venecia a través de los ojos de nuestro iPhone, disfrutamos el Partenón mediante la fotito de Instagram. Sin embargo, hubo una época en que esto era radicalmente diferente. Se denominaba 'Grand Tour'.
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Entre los siglos XVI y XIX se emprendía un viaje por Europa, y en particular, por Italia. Duraba meses, años incluso, y exigía mucha preparación, muchas habilidades, y te enfrentaba con increíbles peripecias, con duros inconvenientes, y, a veces, con el mayor de todos: la muerte. Se buscaba que los hijos de las clases dirigentes, entre los dieciséis y los veintidós años, pudieran tener perspectiva, cultivasen la curiosidad y el gusto. Estos vástagos iban a menudo acompañados por tutores que, en ocasiones, aprovechaban más el viaje: Adam Smith, John Locke, Thomas Hobbes, François Misson… El fruto fue una cantidad ingente de guías, diarios, ensayos, crónicas, relaciones, epistolarios. Quién no recuerda el 'Viaje sentimental por Francia e Italia', de Lawrence Sterne. Evidentemente, no todo era cultura y algunos, como William Beckford, tuvieron que destruir la primera edición de su diario por sus repetidas alusiones a sus aventuras eróticas. El desmadre de Magaluf ya estaba inventado.
El canon general quedó fundado por dos textos, 'Remarks on Several Parts of Italy' (1795), de Joseph Addison, y 'A Tour thro' The Whole Island of Great Britain' (1724), de Daniel Defoe. A partir de aquí, todas las variaciones que se puedan imaginar: textos despectivos, empáticos, egotistas, melancólicos, asombrados, políticos, indiferentes... Sterne se ríe de lo que ve, Addison considera que los italianos son unos anormales, Hester Lynch reflexiona a partir de su mirada, Boswell es todo admiración, Burke sublima las experiencias, Byron cuenta sus aventuras galantes, Henry James es indiferente, Gilpin teoriza sobre lo pintoresco, Beckford, como hemos citado, vascula entre el tedio y la depravación… De Calé pasan a París y de ahí a Italia, verdadero objetivo: pocos llegan más allá de Nápoles, o cruzan a Sicilia. Venecia les recibe con el abrazo de su laguna; Roma, con sus ruinas melancólicas; Florencia, con su microcosmos de rigor y medida. Dice Gregorovius: «Roma hay que recorrerla a la luz de la luna: entonces uno resucita a los muertos, estos saltan fuera de las tumbas, y comienzan a dar vida a las ruinas, a poblarlas: reyes y emperadores, héroes y sabios, papas y tribunos…». Dice Edward Gibbon: «En la Galleria Degli Uffizi, y en particular en la Tribuna, al pie de la Venus de Médici, aprendí ante todo que el cincel puede disputar la supremacía al pincel…». Dice Lady Morgan: «Génova, la Soberbia, dispuesta alrededor de la curva de su bonito puerto, destaca con nítido relieve. Sus palacios se alzan como anfiteatros contra unas rocas escarpadas que parecen brotar de las olas…».
Samuel Rogers explica en su guía de 1822 que no es necesario poner excusas a la hora de viajar: si eres rico, lo haces para divertirte; si pobre, para levantar la moral; si estás enfermo, buscas curación; si estás dedicado a los estudios, para aprender; si eres culto, para distraerte de tu aplicación. No obstante, ya puestos, es mejor ir con un séquito. Los hubo famosos: el ya citado Beckford fue con una troupe completa, como un circo volante; el conde de Burlington se hizo acompañar de un grupo de artistas; el coronel Thornton, con querencia por la caza, se llevó, aparte de los servidores, tres halcones, diez caballos y ciento veinte sabuesos; Lady Morgan viajaba en un carruaje con cocina, aseo y biblioteca, y le seguía otro cargado de animales «para el esparcimiento o para la cocina».
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Había que estar atento a muchos negociados. Para empezar, llevar una guía decente, como la célebre de Misson, 'Nouveau Voyage D´Italie'. Tener en cuenta los complejos sistemas monetarios de los países que se van a atravesar, con sus diferentes monedas, sueldos, cequíes, ducados, paoli, testoni, escudos, pistolas… Disponer de un buen baúl era esencial, y la condesa Jean de Pange lo cuenta bien en sus memorias: «Aunque el trayecto de París a Dieppe era solamente de cuatro horas, uno se preparaba con cuidado como si fuéramos a partir a China». Desde luego, las armas no sobraban, y una buena pistola o un sable eran de recibo si uno tenía que cruzar determinadas zonas de Europa. En el trayecto de París a Calais robaron y mataron a tres caballeros ingleses, y ecos de asaltos a diligencias llegaban de los caminos alemanes e italianos. El medio de transporte más utilizado era el carruaje, que implicaba una laboriosa búsqueda, tanto del artefacto como del cochero que lo conduciría (Ruskin hace una extraordinaria descripción del interior de un carruaje). Por supuesto, los ingleses aseguraban que cualquier cosa que no fuera inglesa era un error. Asimismo, era conveniente tener controlados los puentes, para no tener que dar larguísimos rodeos (si los había, claro, lo normal eran las gabarras que cruzaban los ríos). También era conveniente estar al tanto de las ciudades asoladas por pestes, ya fuera para evitarlas o para pasar las cuarentenas. Rousseau cuenta en sus 'Confesiones' una que tuvo que pasar en Génova, viniendo de Mesina, ciudad en la que reinaba la peste en 1743. Aparte de lo dicho, los nuevos conceptos modernos como la 'velocidad' y los 'accidentes' fueron espléndidamente recogidos por autores como Thomas de Quincey en su ensayo 'El coche correo inglés' (1849).
Toda esa época, toda una forma de vivir, está narrada con pulso por Attilio Brilli en su 'Cuando viajar era un arte. La novela del Grand Tour' (Elba). Al cabo, turista versus viajero: esa es la cuestión. Paul Bowles, en su 'El cielo protector', lo dejaba bien claro: «No se consideraba un turista, sino más bien un viajero. Allí donde al cabo de algunas semanas el turista se apresura a regresar a casa, el viajero se desplaza durante años, desde un punto al otro de la tierra».
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