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La tendencia a suavizar, embellecer y endulzar incluso las vivencias más crudas que nos rodean, es un fenómeno que empapa tantos aspectos de nuestra vida ... que prácticamente se ha convertido en un estándar; en una especie de fea norma cultural que distorsiona nuestra percepción de la realidad. Altera así la habilidad que todos deberíamos tener para comprender y enfrentar los seguros infortunios de la vida.
Queremos finales felices y narrativas atemperadas. Historias de guerra, enfermedad y sufrimiento que en lugar de mostrarnos la realidad –dura y cruel–, se vuelven más amables para hacerlas 'buenas', porque el mundo, al parecer, es un lugar lleno de confeti de colores, luces de neón, sonrisas y alegres vidas. De esta suerte, siempre hay redención, amor verdadero y una solución milagrosa para los problemas. Lo cual es, en rigor, una triste y pobre imitación de una manera muy popular de idear, hacer y escribir ficción que en los últimos años ha crecido considerablemente y que yo llamo 'chupificción'. Un día, si lo desean, les cuento más detalles sobre esta peculiar forma de escribir que anega estanterías y escaparates; sobre este sutil modo de reemplazar la verosimilitud que cualquier historia debe tener –incluso las más locas y mágicas– por la felicidad a toda costa. Tendencia que rebaja el sufrimiento, pero también la verdadera felicidad, porque nos impide reflexionar sobre ella.
Esta edulcoración empantana con su hedor nuestra vida cotidiana y las redes sociales son un claro ejemplo de ello. ¿Se han fijado en el tipo de fotografías, comentarios y vídeos que más éxito tienen? Son aquellos que escenifican una versión idealizada de nuestra existencia. Hasta la muerte se ha dulcificado.
La muerte, la enfermedad, las batallas o las hambrunas, que son parte de nuestro existir, han pasado a ser de color pastel. Hemos olvidado que convivir con estas realidades y hacerles frente es importante para nuestro crecimiento y bienestar emocional. Ese bienestar, por otro lado, del que tanto nos gusta hablar. Sin embargo, esta ideología almibarada produce una visión simplista de la vida en la que las experiencias complejas se simplifican, mientras los eventos triviales se vuelven trascendentes. Un estado de infantilización donde la dificultad se reemplaza por superficialidad.
Lo curioso, llegados a este punto, es que, al mismo tiempo, empujamos a los niños a crecer cada vez más rápido. Es decir, mientras suavizamos la vida para nosotros, para los adultos, exponemos a los jóvenes a problemas y responsabilidades para los cuales todavía no están preparados, lo que genera un desfase entre la realidad percibida y la experiencia vivida. Para que nos entendamos: les inventamos una vida. No la que de verdad tienen, sino otra que se adapte más a nuestras necesidades y deseos. Aquí, sobre todo, prima el deseo y la falta de pensamiento crítico o del simple pensar. Y es que es así, qué le vamos a hacer, pensamos poco; muy poco.
Dulcificar la vida y todo lo que la envuelve –lo que incluye su reverso–, en el fondo, si lo piensan, no deja de ser mentir. Mentir a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos. ¿Y qué daño puede hacer eso si yo sólo quiero vivir un poco más feliz? Pues un daño en verdad importante porque, poco a poco, falsedad a falsedad, la identidad se pierde y el valor de la vida, con su belleza y su acritud, se devalúa y dejamos de ser nosotros para ser otros de color pastel.
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