Quizá sea por las fechas en las que estamos, la iluminación, la música y ese mohín perenne de alegría que nos adorna la cara en estos días, pero no puedo dejar de pensar en el otro lado de la balanza de la felicidad con la ... que cargamos entre compras, banquetes, luces y sorteos. Pensar en esos otros lugares, ajenos a la ficción navideña que aquí inclina con fuerza la romana solo hacia un lado -sea real o sólo un aparentar-, donde la niñez debería florecer enérgica en un jardín de esperanzas y, sin embargo, se ve acosada por la sombra de la enfermedad, la soledad, la miseria e incluso, en muchos casos, la guerra y la muerte. Sombra que se cierne sobre ellos como un manto tan pesado como el plomo y tan oscuro como una tierra yerma. ¿Qué puede florecer en un terreno devastado? Y lo que logre germinar, ¿en qué lugar tenebroso hundirá sus raíces?
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Me gusta mucho hablar de jardines. Una vez tuve uno. Hermoso. Lleno de flores bellas que me servían para recordarme que en este mundo nuestro, tan propenso a la barbarie, existe la belleza. Una belleza calmada. Tal vez por esta razón suelo utilizar el jardín como símbolo, metáfora o alegoría para explicar algunas cuestiones que me preocupan. Tal es el caso de los niños que han dejado de ser niños en cualquier lugar del mundo.
Niños inocentes y de mirada desbordante, esa que proporcionan la ingenuidad y candor de la pureza, atrapados y condenados en el laberinto de obsesiones y batallas adultas que los priva de un futuro. Morir, de forma literal o metafórica, por la locura, ambición, codicia o malevolencia de otros. De aquellos que deberían, precisamente, protegerles.
De forma literal o metafórica, les decía. La primera no requiere de explicación alguna; la segunda, en cambio, quizá haya que aclararla. Se trata de morir por dentro. Extinguir las emociones interiores. Acabar con los sueños, ilusiones, ganas y esperanzas infantiles y sustituirlas, en el mejor de los casos, por simple indiferencia y un vacío que todo lo consume; o, en el peor, por el más cruel de los odios. Rencor e ira que transformarán a esos niños en todo menos en los chiquillos que deberían ser.
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Cada niño que se pierde en la desesperanza adulta es un fracaso social. Una derrota conjunta que censura a nuestras sociedades, pues culpables son y serán del robo de sus infancias. En lugar de sueños, encuentran amargura; en lugar de risas, tristeza; en lugar de vida, muerte. Y morirán sin haber tenido la oportunidad de descubrir las cosas hermosas que sí hay en el mundo. ¿Cómo se congela una pompa de jabón? ¿Por qué se forman las nubes? ¿Cómo se crea el arcoíris? ¿Y por qué tiene tantos colores? ¿Existen de verdad las hadas y los gnomos? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Y por qué hay mares de color verde? ¿Cómo se hace el pan? ¿Cómo nacen las vacas? ¿Y los niños?
Podría continuar. Llenar el resto del artículo con todas aquellas cuestiones que muchos niños hoy dejarán de preguntarse para siempre. Qué injusto se me antoja. Qué injusto y qué inmoral, porque los adultos deberíamos ser sus protectores, pero nos preocupan más otros asuntos. Quizá sea porque salvar la infancia no está de moda. No es tendencia. No se lleva.
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La muerte, la guerra, la enfermedad, la soledad, el abandono... Son hilos de un mismo telar. Nuestro telar. El telar social del mundo que habitamos. Nuestros hilos. Nuestro mundo. Nuestra responsabilidad. Nuestra deuda. Y más allá de las cifras y los informes, las imágenes, vídeos y noticias, hay cuentos no leídos y canciones que jamás se bailarán. Hay voces inocentes silenciadas e historias que se pierden en el aire, como versos sueltos de un poema inacabado.
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