Entre la tristeza y el enfado se debate mi ánimo estos días, y no en ese orden necesariamente. Me produce una inmensa pena, de verdad se lo digo, que vivamos en una sociedad con avances médicos sin precedentes, y ver cómo estos quedan en un ... segundo plano, cuando no más, frenados por la burocracia y la pereza política. Digo pereza porque no tengo claro cómo calificar al hecho de que se discuta, justifique y se utilice como arma política la salud, la vida y la muerte de personas —repito, muerte— con la tranquilidad, parsimonia y, desde un punto de vista ciudadano, indolencia con la que se hace por parte de las instituciones que se deben encargar de velar por ella.
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Un derecho fundamental que, como todo en estos últimos años, se ha convertido, para vergüenza de quienes lo contemplamos y sufrimos, en un campo de batalla donde, al parecer, la vida de los ciudadanos queda a merced de la suerte y/o la divina providencia (si creen en ella). Las decisiones administrativas y políticas deberían estar regidas por la más escrupulosa neutralidad pero, a tenor de las declaraciones de unos y otros y también de sus silencios, no es así. Y no es esto algo dicho a la ligera y sin conocimiento de causa. Estoy segura de que si todos nos pusiéramos a elaborar, de forma seria, no es necesario exagerar, lo que esperamos para hacernos pruebas, conseguir citas médicas o incluso operarnos, las cifras hablarían por sí solas.
Es triste ver cómo la eficiencia y equidad en la atención sanitaria, de la que siempre nos ha gustado presumir, se convierte por culpa de las malas decisiones y la no asunción de responsabilidades, en una barrera que pone en riesgo la vida de las personas porque es de eso de lo que hablamos. De vidas y, por tanto, de muertes; y del sufrir. No me olvido del sufrimiento porque esperar demasiado puede no llevar a la muerte según el tipo de patología que uno padezca, pero es indudable que acrecienta el dolor y también empeora la calidad de vida del que espera. Martirio que sirve como testimonio de la profunda disfuncionalidad del sistema en el presente.
Más allá del desánimo, está el enfado. Amargura por la aparente indiferencia con la que estos problemas son tratados en las esferas políticas, donde los que deberían ser buenos custodios del bienestar público, a menudo parecen más preocupados por su imagen y futuro a corto plazo que por abordar los problemas estructurales que afectan a la salud de la población.
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Si bien, lo que más molesta es la ligereza con la que todo esto se aborda. Malas decisiones, inversión insuficiente y una burocratización monstruosa son, en realidad, síntomas de un sistema que ha perdido de vista su objetivo fundamental: salvar y mejorar vidas. Así de simple y así de duro. Hay una preocupante desconexión entre la realidad de los pacientes y las decisiones que se toman en los despachos. Un alejamiento o abandono ante el que el ciudadano de a pie —sencillo y sin dineros para poder 'curarse' por lo privado—, se pregunta: ¿cuánto vale mi vida? ¿Es acaso rentable mi dolor? ¿Y mi angustia? ¿Son entonces mis lágrimas un argumento político? Pero, sobre todo: ¿cuánto vale mi muerte?
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