Hoy les escribo desde el móvil. De noche. Sentada en un gran sofá gris desde el que divisó el Cantábrico, parte del puerto de Bilbao y diferentes faros. Tengo un horizonte de tormenta, mar agitado, olas espumosas que abrazan con fuerza la costa y una ... cortina de lluvia sobre el cristal que provoca que la imagen parezca una acuarela. Qué borroso se dibuja el mundo. Y también veo, si dejo atrás la ventana y bajo la mirada a mis manos, al compás del repiqueteo de las gotas, la línea blanca del cursor del teléfono sobre un papel con fondo negro -mi página en blanco es negra en esta ocasión. Qué paradoja- y su guiño constante. Un guiño que, si lo miro fijamente, pareciera que se empareja con los fanales marinos para invitarme a escribir.
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Escribir...
Palabras. Pensamientos. Dudas. Tiempo. Opiniones. Sentires. Amores. Reproches. Sueños. Vidas. Todo cabe en estas páginas y todo lo trae esa tormenta exterior que arrecia con fuerza.
Quizá debiera escribirles entonces sobre el tiempo. Sí, es una buena idea, aunque no es mía, he de reconocer. Me la ha traído el viento que ahora agita con cierta furia las ramas de una palmera cercana. También la luz lejana e intermitente de los faros. ¿Cuántos secretos esconderán esas luminarias? Quién sabe. Muchos, supongo, pero volvamos al parpadeo del cursor y al parpadeo del tiempo. Si bien, no me refiero, no les quiero confundir, al climatológico, a pesar de ser este el causante del singular devenir de este artículo. No. Es del otro del que escucho susurros. Del que marca la duración de las cosas; de la estación en la que se vive y se muere; de la magnitud física que ordena nuestras vidas. A ese tiempo aludo. Ese sí que es implacable. Más que las tempestades.
Veo rayos sobre el mar. Voraces, desgarran las nubes y las tiñen de un violeta intenso. Hacen crujir el cielo y pienso, ya ven, en el tiempo. Sobre todo en el tiempo pasado. El presente y el futuro parecen, no sé por qué, algo distante. Así, al menos, tengo la impresión de que lo imaginamos o, tal vez, lo sentimos. Quizá lo soñamos. Como si el hoy y el mañana fueran rebeldes granos de arena que nunca terminan de caer en la parte inferior del reloj. En cambio, el pasado, grano a grano, sí cae. Sin descanso. El viejo polvo de mármol que a veces se usa, en lugar de arena, cae. Como las olas se deslizan sobre la costa. Una y otra vez. Sin pausa. Un baile eterno. Caricia tras caricia.
El reloj. Los rayos. Las olas. El cursor. La tempestad. Escribir.
Hay un cuadro muy hermoso de Waterhouse titulado 'Miranda (La Tempestad)', que esta noche recuerdo. Me encanta Waterhouse. Mirar sus pinturas me calma, aunque en ellas se dibujen tormentas. Y lo recuerdo ahora porque esta noche les escribo desde un lugar distinto. Porque esta noche la borrasca parece infinita. Porque esta noche el tiempo transcurre diferente a pesar de que el reloj es el mismo. Otra paradoja, imagino. Porque esta noche, en realidad, mi mente se pierde no entre el mar y sus olas o el viento y sus susurros. Se pierde, sí, pero entre un exterior y un interior que son difíciles de separar, mientras los granos de arena rebotan en su cristal sin terminar de decidir su sitio.
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